22.05.2020 COVID19

Desde el balcón

Autor: Graciela Silvestri
En este texto, la arquitecta no solo reflexiona sobre los problemas de las grandes metrópolis y las preocupaciones que la tomaron por asalto, igual que a sus colegas, porque “la historia nos pasó por encima con una velocidad mayor que la de los cambios tecnológicos”. Silvestri escribe desde la comodidad/incomodidad que le provoca este encierro en la intimidad de su casa. “En cuarentena, las cosas han adquirido una importancia de la que carecían cuando las usaba distraídamente; se convirtieron en mis amigas. Pero, ¿qué son las cosas?”, se pregunta. También se interroga por lo impredecible, que para ella no es el virus “sino la mera posibilidad de que volvamos a centrar nuestros esfuerzos comunes en crear un mundo cotidiano en que la amistad entre los seres transcurra con cierto sentido de armonía”. En un estado de alerta pero de extrema consciencia, nos habla de sus privilegios: tener balcón, poder pasear por la terraza y entrar en contacto con el verde, al menos, de sus plantas.

1. Introducción

Cuando empezó la cuarentena, estaba escribiendo un artículo sobre los cambios de las representaciones del espacio en las últimas décadas, situando hacia principios de los ‘70 el inicio de una proliferación metafórica articulada con los temas ambientales, la difusión de nuevas teorías físico-matemáticas y el peso de las filosofías de matriz fenomenológico-lingüística. Me interesaban los contrastes entre las figuras de disolución, virtualidad y deslocalización utilizadas para calificar la post-metrópoli, y la experiencia “desde abajo” del mismo espacio, que lejos de ser anónimo y deshilachado parecía ofrecer certezas de solidez e identidad. Las multitudes moviéndose formaban parte de este mundo cotidiano tanto como los encuentros callejeros, las reuniones con amigos, los buenos-días vecinales.

Súbitamente, me encuentro encerrada en el íntimo espacio de la casa. Desde el balcón, las calles se ven tan vacías como se verían en una guerra los pueblos cuyos habitantes huyeron. En contraste, de estas calles surge una paz que sólo acostumbrábamos a gozar en “el campo”. Esta inédita situación nos hace reflexionar sobre qué querríamos retomar de nuestra antigua vida, y qué lamentaremos perder si todo vuelve por idénticos carriles. Tal es la base de un cuestionario (no un sondeo estadístico) propuesto por Bruno Latour, que considera éste un momento de oportunidad para que, una vez que la crisis haya pasado, la reanudación económica no traiga de vuelta el mismo régimen climático, la misma extenuación vital, la misma injusticia global.1

No soy tan optimista: como dice Frederik Keck, estudioso de la infectología, Nous n’avons pas l’imaginaire pour comprendre ce qui nous arrive 2.  Al menos en el mundo de la arquitectura, las seductoras metáforas que en el ocaso finisecular prometían escapar de los dogmas clásicos y modernos, dejar atrás el provincianismo de la cultura occidental, recuperar una relación con el lugar, o acabar con la dictadura de la masculina línea recta, hoy están exhaustas, y ya no despiertan la imaginación para lidiar con el mundo concreto –el suelo en donde aterrizar, dice Latour, evadiendo los dialectos disciplinares ya congelados en clisés, y recuperando el poder metafórico de los lenguajes para empezar a definir un mundo común. ¿Puede la arquitectura, el “arte del espacio”, contribuir a la imaginación de otro mundo sin imponer vanas y peligrosas utopías, ni resignarse al desastre?


2. Un estado de la cuestión en arquitectura

La historia “nos pasó por encima” con una velocidad mayor que la de los cambios tecnológicos. Tal vez por esto, las interpretaciones ideológicas replican viejos argumentos: hemos asistido al reverdecimiento de posturas nacionalistas y antiglobalizadoras (por derechas y por izquierdas); a un nuevo auge de soluciones pastorales; o al afianzamiento de las hipótesis “realistas” (o cínicas), que aseguran que mañana el mundo volverá a sus prácticas habituales como si nada hubiera pasado. Los filósofos que seguíamos dicen lo mismo que hubieran dicho sin la emergencia del coronavirus.

Nada de esto es ajeno a nuestra profesión. Si las cuestiones existenciales son inherentes a cualquier arte, las político-económicas pueden, al menos, ser suspendidas en la poesía o la pintura. No así en la arquitectura, al menos en su versión moderna.

Fueron los problemas sociales los que más profundamente afectaron a las vanguardias, y no sólo a sus alas “duras”. Se tramaron desde temprano con los avances en la higiene pública, impulsada por los gobiernos una vez que se probó que, si bien las epidemias afectaban especialmente a los barrios carenciados, se extendían sin fronteras de clase. Los profesionales de la medicina y la ingeniería –ya desgajada de la arquitectura–, introdujeron en la ciudad el tejido subterráneo de infraestructuras que conducía agua purificada y evacuaba aguas servidas, y redes eléctricas que, impulsando máquinas-robot, simplificaban el trabajo doméstico garantizando la higiene.

Arquitectos y arquitectas no se contentaron con adherir a programas de reforma o revolución o a colaborar en el diseño del subsuelo urbano; ofrecieron un programa “espacial” para transformar las hacinadas ciudades de piedra: formas de incorporar el verde al habitar urbano; maneras de disponer los edificios para aprovechar la orientación correcta y la ventilación cruzada; el aire y la luz penetrando por amplios ventanales vidriados que se conjugaban con las superficies lisas y blancas, eliminando alfombras y cortinados polvorientos. Algunas propuestas, como la cocina de Margarete Schütte-Lihotzky para Römerstadt , consolidaron disposiciones que no son distintas a las de la cocina actual, donde pasamos nuestro obligado “ocio” imaginando nuevos platos para distraer la cuarentena. Técnicos y científicos podían preparar programas y aconsejar en algunos aspectos, pero no hubieran podido componer esta cocina.

Hoy, “de vuelta” de la vulgata foucaultiana que la arrinconó desde la década del ‘70, la higiene retoma su papel esencial, con instrumentos más precisos y eficaces que en los años ’20, y sin abandonar las cuestiones básicas que constituyeron el gran hallazgo de los últimos dos siglos: aire, sol y limpieza contribuyen a la salud. Sin embargo, no podemos olvidar las maneras a veces perversas en que el poder científico-técnico se alió con las cuestiones de seguridad de la población, políticamente instrumentadas y allanadas por la comunicación –y el control– “universal”.

Otra deriva modernista sometida a crítica es la idea de Existenzminimum –basado en que los espacios comunes podrían suplir la ausencia de m2 individuales. El Narkomfim de Moiséi Ginzburg (1928/32) imaginaba que cocinas, guarderías y restaurantes colectivos liberaban a la mujer del trabajo doméstico y favorecían la pertenencia a la comunidad, pero esa utopía de igualdad ha desaparecido, y el mínimo espacio habitable es puro instrumento de la especulación de la tierra –que, bien sabemos, avanzó en condiciones indignas incluso en las “villa-miseria”. Tampoco resulta una solución para la ciudad formal: las torres-country con amenities, pensadas para sectores medios-altos, han arrinconado a las familias en espacios invivibles, bastante alejados del mítico prototipo de Marsella –de aireados 98 m2 y con un espacio abierto similar al “balcón”. El aval de los 23 m2 mínimos posibilitados por el reciente código de edificación repite ideas modernas cuyo horizonte no era el nuestro.

Las críticas a estas variadas versiones modernistas se iniciaron tempranamente, cobrando cuerpo en los años ‘60, ante el fracaso de la reconstrucción urbana de posguerra. Los primeros críticos, como Henry Lefevre y Jane Jacobs, levantaron lo que hoy, por otros motivos, añoramos: “el barrio”. En nuestro país, la “identidad” barrial se extendió como tema, más allá de los especialistas urbanos, en la posdictadura. Las ventajas de las calles flanqueadas por fachadas bajas, ornamentadas con volutas “simil-piedra”, por sobre los anónimos conjuntos sociales que la Dictadura había continuado impulsando poseía, indudablemente, un sesgo ideológico. Pero su éxito se anclaba en una verdad: la vilipendiada calle-corredor no sólo proponía variedad; condensaba espacialmente la importancia de las redes sociales. 

Sabemos hoy que esta ciudad horizontal no puede ofrecerse como solución universal, debido a la densidad demográfica, la ocupación territorial y el consecuente impacto ecológico. También hemos constatado que el entusiasmo por el barrio llevó en muchos casos a la gentrificación de los núcleos históricos, no a la extensión social de un tipo de habitación más vivible comunalmente.

Un tercer problema clave de las grandes metrópolis, la circulación, nos conduce a otra escala. No es novedad reconocer que ella constituye, hoy, el quid de la salida de la pandemia para retomar la actividad económica. Aunque se trata de un tema abordado por especialistas, la arquitectura modernista la ha considerado siempre en su imaginación, a veces con desconfianza, mayormente con entusiasmo. Sin embargo, sabemos desde hace medio siglo que el transporte rodado produce más del 70% de las emisiones contaminantes debido a los motores de combustión, motivo esencial del trastorno climático. Esto podría, eventualmente, solucionarse con otro tipo de energía. Pero con la pandemia, lo que se puso en crisis fue la misma posibilidad de superar enormes distancias en pocas horas, transportando no sólo personas, ideas e información, sino también “virus”.

Desde fines de siglo pasado se acrecentó la fluencia turística, con efectos a la vez entusiasmantes y preocupantes. Por un lado, amplias masas humanas, con recursos medios, pudieron conocer –y así comprender– otras voces y otros ámbitos. Si hemos avanzado en la tolerancia, es gracias a que el contacto con otros abre nuestra sensibilidad, sin caer en versiones mediáticas intencionadas e ideologizadas.

Pero es cierto que el turismo masivo tiene efectos no tan entusiasmantes. Y no solo en el impacto ecológico –pienso en los viajes sin controles a la Antártida–, sino también en las ciudades, cuyo auge global está vinculado a la multiplicación de atractivos que afilan su marca –en Buenos Aires, cómo no, el tango.

Pancho Liernur ha ligado los desplazamientos de capital e inversiones, los equipamientos culturales que hacen atractiva la visita a cada ciudad global, a lo que Harvey llama “consumismo de mínimo tiempo de facturación”, del que este turismo es epítome. Sabemos que la oferta de alojamientos de Airbnb, instalada hace poco más de diez años con aspiración inicial de intercambio igualitario y barato, aumentó los alquileres en las áreas centrales de las ciudades y favoreció su vaciamiento. En la versión de Liernur y Harvey, el problema se encuentra en las “relaciones de producción”, por lo que poco podemos hacer los arquitectos/as. No necesito abundar sobre esto: hemos leído ajustadas críticas al desarrollo neocapitalista y a sus desmanes –basta ver el colapso sanitario actual-–; a su vinculación con la deforestación, el extractivismo el avance irresponsable sobre territorios “salvajes”.

Sin embargo, como bien notó Pierre Charbonnier, la politizada crítica ecológica “parece haberse vuelto, en muy poco tiempo, tan ordinaria como inofensiva” al ser incorporada a dispositivos normativos y legales de baja magnitud, declamando principios abstractos “sobre la humanidad y la naturaleza, sin efecto real sobre las dinámicas históricas en juego (…) degradándose en una suerte de indignación moral”.3

Para el filósofo, no se trata de retomar o de modificar un sistema de producción, sino de salir de la producción como principio único de relación con el mundo –algo que las izquierdas no han revisado. Latour retoma esta idea: “Después de cien años de socialismo limitado a la redistribución de los beneficios de la economía, quizá es el momento de inventar un socialismo que discuta la producción en sí misma. Y es que la injusticia no se limita únicamente a la redistribución de los frutos del progreso, sino a la manera misma de hacer fructífero el planeta (…) aprender a seleccionar cada segmento de ese sistema pretendidamente irreversible, poner en cuestión cada una de las conexiones que se decían indispensables y demostrar paso a paso aquello que es deseable y lo que ha dejado de serlo”.4   Ambos acuerdan en un proyecto: la refundación ecológica de la modernidad.

Producir y proyectar, palabras usadas frecuentemente por estos autores, poseen un significado equivalente: “guiar hacia adelante” y “lanzar hacia adelante”. Ambas definen lo que los arquitectos/as hacemos. Sin embargo, no ofrecemos hoy salidas consistentes e imaginativas acerca de cómo podrá ser una ciudad, un espacio íntimo, o un territorio, que recupere aquello que hemos amado de nuestra vida anterior, y al mismo tiempo tome conciencia de sus límites. ¿Acaso podemos seguir reparando los problemas ambientales creando estacionamientos para bicicletas, colocando un par de paneles solares en edificios que viven gracias al aire acondicionado, o pagando para obtener certificados LEED? ¿Volveremos al modernismo clásico, repitiendo los mismos argumentos que revolucionaron la arquitectura hace un siglo, pero borrando las críticas que surgieron con su concreción? ¿Simularemos una vez más, en destallantes arquitecturas, que la imagen aérea, transparente y sinuosa de estos increíbles edificios conjura su peso, contundencia e impacto? ¿O, lavándonos las manos, volveremos contentos a la “cabaña primitiva”, acordando con el fundamentalismo ecologista?


3. El engañoso espacio-tiempo

Si hablamos de proyecto en términos arquitectónicos –de diseño en general–, hablamos de tiempo (“arrojar hacia adelante” significa arrojar hacia el futuro), y de espacio (porque esa “idea” que arrojamos es espacial –sean imágenes fragmentadas en la pantalla o palabras escritas en una servilleta–; gérmenes de un producto que, pretendemos, existirá materialmente –lapicera o casa, zapatilla o semáforo). Pero las históricas certezas sobre lo que fuera espacio o tiempo sufrieron radicales cambios en los últimos siglos; y si ya nos habíamos acostumbrado a las contraintuitivas hipótesis de los siglos XVI y XVII, aún nos resulta difícil aprehender las extrañas hipótesis , derivadas de indescifrables algoritmos, que nos presentan micro o macro mundos sin tiempo o espacio. Afortunadamente, los científicos se esforzaron por explicar –y explicarse– estas derivaciones de manera accesible; y así las metáforas jugaron un lugar de importancia para que nuestra imaginación se despegara de la experiencia convencional.

La arquitectura halló siempre inspiración en los nuevos descubrimientos científicos para comprender la materia de su trabajo, aunque –siendo arte, y por lo tanto funcionando principalmente a través de analogías– no siempre los nuevos enunciados fueron interpretados en sentido riguroso. El ejemplo más evidente es el del “espacio-tiempo” einsteineano, en el que tiempo fue homologado clásicamente a movimiento (el cine fue más importante que los nuevos postulados de la física a los que los tratados hacían referencia). No hemos dejado, sin embargo, de apelar a las ciencias: hacia la década del ’70 asistimos a un boom de metáforas científicas y filosóficas que coincidió con los inicios de lo que las ciencias sociales bautizaron como giro espacial, topográfico o topológico. Resultaba más difícil hablar del relegado “espacio” que del “tiempo”, que parecía moverse al compás de las palabras; esto es lo que se intentó entonces.

Aún poniendo foco en “el espacio” como algo más que mero decorado, éste parecía deshilacharse en nuestras manos: espacios líquidos, membranas penetrables, lugares sin locación, caos entrópico, fantasmas virtuales anegaron nuestras reflexiones. También es oportuno recordar las ideas de contagio y virus planeadas como estrategia de diseño. Este impulso científico-metafórico, sin embargo, se volvió rápidamente inocuo, convertido en dogma o desechado a una velocidad que la cinematográfica imagen del “espacio-tiempo” no había conocido.

En esto estaba cuando nos “acuarentenamos”. Encerrada en un ámbito exiguo, decidí aprovechar la circunstancia para reflexionar sobre el “espacio intermedio” (Einstein dixit) en que vivimos, que no transcurre ni en el caos de colisiones moleculares ni a la velocidad de la luz. Ignoramos la evolución mecánica del sistema, y solo conocemos su versión macroscópica –calor, temperatura, energía. Percibimos el continuum espacio-temporal en una escala determinada: la “escala humana”, que implica mucho más que las medidas proporcionales del Hombre (sic).

Sobre mi mesa de trabajo, entre múltiples libros d divulgación científica, estaba Especies de espacio, escrito en 1973 por Georges Perec, en que precisamente aborda esta escala. Ignora las rupturas newtonianas, las nuevas cosmologías o los micromundos cuánticos, y no por ingenuidad: participaba de OuLiPO, el taller que renovó las vanguardias literarias aliándolas con las matemáticas, las nuevas geometrías, la lógica, las neurociencias. También evade los “dialectos de urbanistas y sociólogos”; quería volver a anclarse en los lugares, las cosas, los cuerpos, los afectos.

Releyéndolo, recordé un maravilloso párrafo del Evaristo Carriego de Borges –autor convocado por Perec, y recurrentemente en la literatura filosófica francesa que nos ha alimentado estos años. 

“Si el tiempo es sucesión, debemos reconocer que donde densidad mayor hay de hechos, más tiempo corre y que el más caudaloso es el de este inconsecuente lado del mundo. [...] Yo no he sentido el liviano tiempo en Granada, a la sombra de torres cientos de veces más antiguas que las higueras, y sí en Pampa y Triunvirato: insípido lugar de tejas anglizantes ahora, de hornos humoso de ladrillos hace tres años, de potreros caóticos hace cinco”.5


Privados de la ciudad, el afuera del hogar, el “tiempo” no parece transcurrir. Es que identificamos el tiempo con la vida metropolitana, con su nerviosa celeridad –más con el Turner de Lluvia, vapor y velocidad, que con la cuarta dimensión de Minkowski. Por esto el siglo XX, con su afán revolucionario, sacralizó el tiempo como motor de la vida, y despreció, consecuentemente, el espacio, que parecía obedecer a la lentitud, a la estabilidad, a la inmovilidad. Por otro lado, si el espacio era, según Kant, la “forma de la sensibilidad”, no sólo se encontraba más abajo que las alturas del Espíritu, sino que implicaba una deriva estética, “ornamental”, “femenina”. Todavía se asociaba a la mujer con el interior del hogar, con la familia, con la “naturaleza” (¿y acaso Hegel no había afirmado que “la muerte de la naturaleza es la vida del Espíritu”?) Muchas de estas convicciones se han alterado en los últimos años, pero no han desaparecido.

Si esta asociación sensibilidad-mujer-naturaleza se había transformado lentamente en las últimas décadas, nuestra idea de tiempo permanecía con su carácter de absoluto. Borges, nuevamente, citaba a Boileau: «El tiempo pasa en el momento en que algo ya está lejos de mí» 6. ¿Cuán lejos? Hoy, la última vez que salí a cenar con amigos –el 10 de marzo–, parece un hecho remoto; el mañana que guiaba nuestro hacer ya no existe –apenas podemos proyectar una imagen de “futuro”. Los días y los meses se funden en un solo, homogéneo presente. El “tiempo” se ha relativizado –en el sentido más corriente, no científico, del término. Su medida se ha vuelto ajena a los relojes. Quienes creíamos que tendríamos “más tiempo” para hacer cosas que nos debíamos –aquellos que no lidiamos con niños sobre nuestra cabeza y explotación del trabajo on-line–, no podemos concentrarnos. En la espera sin certezas de desenlace, el tiempo pesa más que el espacio. En fin, como efecto de este presente extendido, el tiempo se ha espacializado de una forma nunca antes experimentada en las metrópolis modernas; pero no plácidamente como en las utopías comunistas de William Morris. Esta igualdad de los días tiene algo de siniestro –Unheimlich, diría Freud: “lo que causa espanto precisamente porque nos es conocido, familiar”7 . ¿Es este el fin de la historia y el anuncio de la extinción evolutiva de la humanidad? O esta nueva conciencia de nuestra fragilidad logrará, como dicen algunos, lo que la política no logró en los últimos 50 años?


4. Las cosas

Sin hipótesis fuertes de futuro, ni siquiera inmediato, vuelvo al espacio cotidiano, con el ánimo voluntarioso de aprehenderlo con otras perspectivas que la distracción habitual me negaba. Pero en principio –como le sucedió a Perec–, emergieron viejas nociones que creíamos desterradas. Este espacio responde clásicamente a la pregunta dónde. Cuando se formula, indicamos cosas: lo que existe alrededor de lo señalado o puesto en foco. Ese cenicero está sobre la mesa, la abeja se ha posado sobre la flor que se encuentra en el ángulo derecho de la maceta; el gato duerme arriba, sobre el tanque de agua; yo estoy en la cocina. Cuando quiero exactitud, mido: a tres pasos, a dos metros. Parece lo contrario del espacio descripto a través de las metáforas contemporáneas; coincide literalmente con las viejas nociones de Aristóteles, el maestro del sentido común: “El espacio supone tres dimensiones y seis direcciones objetivas, pasibles de ser medidas como el continente de las cosas; el espacio es el allí de los cuerpos”.8  Perec, sentado en un café de París lo parafraseó con ánimo beligerante. El espacio se construye, escribió, “con un arriba y un abajo, una izquierda y una derecha, un delante y un detrás, un cerca y un lejos […] no tiene nada de ectoplasmático; tiene bordes, no va en todas las direcciones, hace todo lo que hay que hacer para que los raíles del ferrocarril se encuentren bastante antes del infinito”.9

El escritor hizo una insólita apuesta intelectual para recuperar la vivencia de un espacio que nos reúne con la de nuestros ancestros. No pretendía objetividad natural (por eso escribe “construcción”), sino humana. Años antes había escrito Las cosas, que si bien remitía al indiscriminado consumo, revelaba un interés que lo excedía. La superabundancia de cosas para mover el mercado de cambio parecía amenazar esa relación de seguridad, de hogar –dentro y fuera de las puertas– que las cosas conocidas, durables, prometían. Los espacios descriptos por Perec no dejan de ser sistemas de cosas, porque la sustancia de las cosas está hecha no sólo de materia elemental, sino también de recuerdos, de inspiraciones, de deseos y de alegrías. Es en el marco de las cosas habituales en que podemos percibir lo nuevo –de lo contrario, toda disrupción se convierte en continuidad.

En cuarentena, las cosas han adquirido una importancia de la que carecían cuando las usaba distraídamente; se convirtieron en mis amigas. Pero, ¿qué son las cosas? Remo Bodei ha analizado el tema en un hermoso librito llamado La vida de las cosas.10   “Cosa” puede ser el juguete olvidado de mi nieta, la pantalla de la computadora, o la naranja que crece en el árbol de mi vereda. Pero habitualmente, la palabra refiere a lo hecho, el resultado de una acción (gr. pragma), y a propiedad (latín res, también usado para el ganado). Excede la noción de objeto (“obstáculo”), pero no elimina su cualidad física: en este mundo nos golpeamos con las cosas, sin importar que sepamos que su solidez y sus límites son sólo efecto de nuestra particular percepción.

Si hemos de seguir las enseñanzas de la ciencia, el suelo que piso, la gata paseandera, la planta en la maceta, están constituidas por millones de partículas danzando caóticamente, que no podemos distinguir –no ocupan siquiera un “lugar”. Pero aunque hemos aprendido la segunda ley de la termodinámica, y sabemos que sólo nos espera la disolución, continuamos arreglando el espacio terrestre, el “hogar” de todos, para hacer la vida más amable, como si ésta fuera nuestra misión.

Los arquitectos/as sabemos de esto: el arreglo era llamado dispositio en el manual vitruviano; implicaba una distribución significativa de las cosas fabricadas, los “artefactos” (lo hecho con arte: con cuidado, habilidad e imaginación). Podemos pensar la ciudad como un artefacto de artefactos, distribuidos significativamente; entonces las cosas pueden establecer un puente inédito entre la historia y las aspiraciones humanas, entre su procedencia “natural” –el barro de la maceta, la madera de la mesa– y la práctica transformadora.

En este sentido, Bodei indica otras acepciones de “cosa”. El alemán Sache proviene de suche, buscar; Ding-thing remite a reunirse para negociar. Buscar, negociar, acordar, suponían un sentido distinto al actual –estamos tan acostumbrados a la abstracción de los cálculos económicos y a la crudeza de los buitres que olvidamos las virtudes del intercambio. En lenguas romances encontramos una inflexión similar, pero más ligada a la acción política: cosa viene de causa, lo esencial que concierne a todos y por lo tanto merece ser discutido públicamente, fundando “la pertenencia de los ciudadanos a su comunidad” 11  . Hannah Arendt expresó así la importancia de las cosas en vinculación con la ciudad clásica: se trataba del “remedio para la futilidad de los asuntos humanos”, la que prometía guardar para nuestra descendencia el recuerdo de nuestras vidas. Las cosas construyen esta especie de recuerdo organizado que es la ciudad, el espacio en el que vivimos –aunque estemos en el “campo”. 12

En la versión arendtiana, las cosas no derivan exclusivamente del “conocimiento” de los sabios o expertos, sino de la posibilidad de cualquier ser humano para pensar. Incluso “las obras de arte son cosas del pensamiento, pero esto no impide que sean cosas […] La reificación es algo más que transformación; es la transfiguración, verdadera metamorfosis en la que ocurre como si el curso de la naturaleza que desea que todo el fuego se reduzca a cenizas quede invertido, e incluso el polvo se convierta en llamas”.13


5. El verde

El debate que la pandemia redobló dramáticamente es el de la incidencia humana en las transformaciones de la biósfera –en particular, los avances indiscriminados sobre el hábitat de otros seres vivos. Las ciudades se encuentran en el punto de mira, y no son pocos los que llaman a redefinir la concentración. Pero las propuestas son poco satisfactorias. Las “torres-bosque” de Stefano Boeri, por dar un ejemplo, no toman en cuenta que tal dispersión autónoma cancela la variedad de encuentros que la “calle” proporcionaba. Tampoco ayuda a solucionar la densidad, como sabemos hoy: las torres debieran ser analizados con el mismo cuidado que los cruceros.

Como me dedico al tema del paisaje, reconozco las limitaciones que tenemos para pensar esta aparente dicotomía natural/artificial. Digo aparente, porque la misma idea de “Naturaleza”, como saben los antropólogos, es particular de la cultura occidental –no existe tal concepto, por ejemplo, en los grupos indígenas sudamericanos. Y más aún: el protagonismo de los virus ha hecho que muchos de nosotros nos desayunemos con la extraña noticia de que no son ni orgánicos ni inorgánicos, lo que podría redefinir incluso la idea de “vida”.

Ya se venía trabajando esta arbitrariedad de las clasificaciones en el tema del paisaje, ni “natural” ni “artificial”. Tanto el paisaje “virgen” (adjetivo de sonoridad judeocristiana que los feminismos debieran revisar), como el trabajado por centurias están atravesados de valores simbólicos –el paraíso amazónico retratado por Sebastiao Salgado o el bel paesaggio italiano que relató Goethe son creaciones del arte. Los son incluso nuestras inmensas pampas, en donde una huella, un molino, e incluso el vasto horizonte son descifrados o resignificados a través de imágenes y lecturas.

Aún reconociendo el “paisaje” como construcción mental, sabemos que es necesario para nombrar un ámbito como tal que éste abra un sentimiento de conexión hacia lo que llamamos “naturaleza” –o, como decía Simmel, que el fragmento que percibimos nos conecte con un ser global, escuchando susurrar su corriente en él.14   En los mejores ejemplos de la tradición moderna, arquitectos y horticulturistas, ingenieros y urbanistas, pintores y músicos, han “hecho hablar” de distintas formas a un mundo que excede lo humano. Desde la villa Lante hasta los jardines de Vaux Le Vicomte; desde el Crystal Palace hasta los jardines del Museo del Quai Branly, ellos han implicado un sentido vinculado con las preguntas más profundas de la época. No sería extemporáneo citar a Shitao, el maestro de la pintura china:


“El mar posee el desencadenamiento inmenso, la montaña posee el encierro latente. El mar engulle y vomita, la montaña se prosterna y se inclina. El mar puede manifestar un alma, la montaña puede trasmitir un ritmo (pero) la montaña es el mar, y el mar es la montaña. Montaña y mar conocen la verdad de mi percepción: todo reside en el hombre, tan solo por el libre impulso del pincel, de la tinta!”15


Observando cualquier paisaje, notaremos la presencia indispensable (y la lección) de esas cosas llamadas “plantas”, ya sea porque se cuidan, se cultivan, se representan, o se incorporan, en la lejanía, al amplio gesto de la arquitectura territorial. Sin embargo, el antropólogo Emmanuele Coccia nos recuerda que a pesar de nuestra sensibilidad ecologista, las plantas están ausentes de los discursos de las ciencias humanas, como “perdidas en un sordo sueño químico”.16  Se sabe que hicieron posible la vida en la Tierra (el oxígeno procede de la fotosíntesis), pero Coccia no quiere detenerse en la verificación científica de los procesos: las plantas, dice, “son el ornamento cósmico, el accidente inesencial y colorido que reina en los márgenes de nuestro campo cognitivo”.

Inesencial y colorido. El vasto universo que abre esta frase nos remite a un comentario del matemático Alfred North Whitehead, que da por tierra con la oposición entre ideas claras y vagas percepciones para comprender nuestro lugar de habitación: “Lo que encontramos en el espacio es el rojo de la rosa, el olor del jazmín y el ruido del cañón. El espacio no es una relación entre sustancias, sino entre atributos”.17   El cielo no es azul: el azul es el resultado de la luz solar dispersándose por las partículas en la atmósfera; las plantas no son verdes ni las flores coloridas; la misma percepción de los contornos de las cosas es un efecto de la tenuidad del aire. Pero esto no significa que el recobrado azul, el límpido verde, y la mesa con que me choco en casa no sean “reales”. Tampoco el tiempo existe ni en el micromundo de los virus ni en la nebulosa de Andrómeda, y sin embargo la flecha del tiempo va irremisiblemente, para los humanos, hacia adelante.

Nuestra percepción, dice el físico cuántico Carlo Rovelli, es “desenfocada”, ligada a los límites de nuestros aparatos perceptivos. Incluso, como demostró Jacob Uexküll, otras especies que comparten la escala terrestre viven en mundos radicalmente distintos al nuestro. Ya no se trata, pues, de un único espacio-tiempo jerárquicamente ordenado, sino de múltiples mundos conectados –no necesariamente “comunicados”. Pero, aclara Rovelli, “desenfocado” no implica “falso”: las visiones humanas son tan falsas o verdaderas como las de la mosca, las del pez, o las del hoy famoso murciélago. Hace tiempo que sabemos que, aún dentro de la familia humana, los esquemas de identidad, figuración, temporalidad o espacialización no son únicos. 18  Lo que percibimos depende, en fin, de una relación y no de una forma objetiva, idéntica para todos los seres que habitamos la biósfera –de una escala, de una estructura de los sentidos, de una educación, de una perspectiva cultural.

Volvamos a esas “cosas” tan poco interrogadas por las ciencias humanas, las plantas. No existe “comunicación” con las plantas, ni siquiera la que puede existir con un gato; sin embargo, todas las culturas, históricas y actuales, han disfrutado de su variedad y celebrado la alegría de encontrarse con ellas. La oscura raíz, el firme tronco, la hoja liviana, alentaron las más persistentes metáforas. Pero son sobre todo las flores las que nos educaron en aquello que durante tanto tiempo hemos considerado “secundario”: la relación entre lo bueno y lo bello para comprender este mundo. 

Se trata de una sensibilidad universal. Las flores son protagonistas, por ejemplo, de la poesía nahuátl precolombina. Miguel León-Portilla transcribe algunos versos del Principio de los cantos, donde el poeta se adentra en Xochitlalpan, la Tierra florida, y dialoga con el colibrí, la mariposa de fuego, y las fragantes flores. Los espacios evocados no son necesariamente “naturales”: xochithualli, patios floridos; xochichincalli xochimilli, jardines y sementeras; xochipétlatl, esteras de flores; xochicalli, casas de flores. Todos remedan, es cierto, la xochitlaltícpac, superficie florida de la Tierra.19  El paraíso náhuatl no es muy distinto del paraíso persa (de donde proviene la palabra). En ambos casos, se trata de un “espacio arreglado”, atravesado por canales de agua límpida, vestido de flores. En estos paraísos pre-bíblicos, no existe oposición entre lo “virgen” y lo arreglado por los humanos, entre lo bueno y lo bello, o –para decirlo con Goethe– entre la verdad y la poesía.

Y aquí retomo mis privilegiados paseos por la terraza, recordando de nuevo que la mínima posibilidad de “estar afuera”, con algún contacto con el verde, se ha convertido en indispensable. No es lo mismo que recorrer el parque; no me consuela de no poder ver ya el sol poniéndose tras las dunas móviles uruguayas. Pero aprovecho esta ventaja, como aprovecho el “contacto” familiar y la extraña esfera pública lograda gracias al avance de las tecnologías informáticas. Recuerdo que el urbanista Werner Hegemann, que había experimentado una guerra, alabó las modestas casitas de los suburbios porteños con huerta y gallinero. Aunque sabemos que hoy esta solución parece impracticable –la especulación fundiaria, la extensión urbanizada y crecimiento demográfico se encuentran en contradicción con estos planes–, sí puede ser posible retomar el núcleo del argumento: la necesidad de un espacio verde y abierto no solo implica un consuelo, un placer, sino que también nos educa en una relación de amistad con aquellos seres y cosas con los que no podemos comunicarnos, pero con los que mantenemos un permanente contacto y estrechos lazos.

Por ejemplo: tan olvidada tenía a mi terraza que estaba a punto de convertirse en el dominio de una única especie, los pastos duros de la pampa. Sin erradicarlos, y sin venenos, recuperé el espacio “macetil” para que las especies más frágiles pudieran desarrollarse –subvirtiendo la ley del darwinismo social, el triunfo del más fuerte. Así descubrí que desde las verjas de algún ferrocarril cercano había llegado mi flor favorita, la campanilla azul o morning glory, de remotos orígenes indios pero extendida aquí por los ingleses. Mi “techo-jardín” no es autóctono (los discursos de la autoctonía vegetal me suenan ligados con el siniestro determinismo naturalista): el palán-palán crece junto al laurel. Siempre recuerdo que las comunidades americanas han viajado por tierra y por mar como los pájaros y las semillas –aquellos “panaderos” que nos gustaba soplar en la infancia–; han trabajado el terreno que habitaban ampliando la biodiversidad (la “terra negra do indio” favoreció la biodiversidad amazónica); se han mezclado por siglos hasta hacer indistinguibles sus orígenes. Sabemos desde antes del coronavirus, que viajes, intercambios y contactos pueden también ser fatales: el exterminio de alrededor del 90% de la población americana, en los dos primeros siglos de la conquista, se produjo principalmente por el virus variola portado por los europeos –recién erradicado globalmente en 1980. Nos vemos enfrentados una vez más con el dilema entre contacto y movilidad vs separación, fronteras, límites físicos o ecológicos. Confiamos en que “la ciencia” lo resolverá: pero también sabemos que la ciencia resuelve problemas con una imaginación de orden no tan distinto a la de los poetas.

El ornamento inesencial y colorido de las plantas (que como dice Coccia no viven de otras especies, sino con otras especies), sugiere si no una respuesta, un camino que los arquitectos no podemos olvidar: el de la “parte más importante de todas”, según Alberti, la “belleza”. En su tratado escrito en latín, la palabra traducida por “belleza” era alternativamente concinnitas (concordancia, armonía) y venustas (ligada, pues, al amor). Los modernismos más críticos despreciaron la belleza –aunque ella se coló subrepticiamente en la práctica que buscaba la concordancia de lo útil y lo firme con el placer de los sentidos. Cuando la belleza, en clave de forma, fue retomada, se apeló a argumentos semiológicos, y culminó en la parafernalia propagandística de la “marca ciudad”.

Los científicos duros, en cambio, nunca abandonaron la belleza. Siempre cito al “descubridor” del ADN, James Watson, quien afirmó que, si bien no sabía cómo debía ser la estructura del ADN, sabía que tenía que ser bella. Las divulgaciones científicas apelaron siempre al arte, la música y la poesía, sin importar de qué época. Carlo Rovelli inicia cada capítulo de su libro con un verso de Horacio.

Es que se enfrentan con el Cosmos –una palabra históricamente relacionada con orden, amor y belleza. Eliminado el celoso Dios que expulsó a Adán y Eva del Paraíso, por su afán de conocimiento tanto abstracto como carnal, la diakosmesis (el arreglo armonioso del cosmos) nos pertenece. Es un cosmos limitado: se trata del arreglo de múltiples “cosas” deseadas pero frecuentemente opuestas entre sí; de maravillosas utopías que acabaron en desastres. Pero me formé con el optimismo de la arquitectura. Quiero creer que existen caminos más prometedores que los que, desde hace tantas décadas, ha augurado la inteligente, pero descorazonadora, literatura escrita y gráfica de sci-fi.


6. Otro porvenir

La imaginación no nos ha abandonado, pero hace décadas ya se ha puesto a disposición no de un futuro luminoso, sino distópico: las transparentes alegorías de Orwell y Huxley parecieron confirmarse bastante antes del coronavirus, aunque seguíamos viviendo como si nada. Sólo basta revisar las maravillosas pero aterradoras imágenes que los novelistas gráficos, desde Moebius hasta Akira, desde Breccia hasta Schuitten, han desplegado en los últimos 50 años. This is tomorrow, podríamos decir parafraseando la icónica exhibición de Whitechapel en 1956, en donde colaboraron fotógrafos, músicos, diseñadores gráficos y arquitectos –entre los que se contaban Alison y Peter Smithson. Pero aquel mañana-presente era luminoso, desenfadado, divertido, augurando mundos sin fronteras ni dogmas. El mañana del hoy hace tiempo que es terrible –no nos une el amor sino el espanto. ¿Las profecías se han cumplido?

Entre los textos on line más inspiradores que encontré –me he alfabetizado rápidamente en las redes– se encuentra el de la joven crítica Agustina Bullrich, que reflexiona precisamente sobre esto, citando unos versos de 1992 del músico Leonard Cohen: I’ve seen the future and it’s murder. Si el futuro ya llegó, se pregunta, ¿cómo llamamos a ese algo que viene después?20   Bullrich adopta una distinción derridiana: “El futuro es aquello que devendrá en unas horas, mañana o el siglo próximo. Es lo que devendrá. Tenemos entonces el futuro que es programable, prescripto, predecible, y que entonces puede ser previsto. Y está el por-venir. Si hay un verdadero futuro más allá del futuro, ese es el por-venir, que es la llegada de lo Otro que no esperábamos, es la llegada de lo impredecible.”

Lo “impredecible” en estos años, pensé, no es el virus –Bullrich recuerda el éxito de Contagion, de Steven Soderbegh (2011)– sino la mera posibilidad de que volvamos a centrar nuestros esfuerzos comunes en crear un mundo cotidiano en que la amistad entre los seres transcurra con cierto sentido de armonía (de “belleza”).

Debemos bajar las expectativas: sabemos lo terribles que pueden ser los paraísos impuestos, la “armonía” sin escape, la belleza como modelo de copia –o como standard publicitario: lo hemos sufrido en nuestros propios cuerpos.

Tampoco debiéramos pretender trascendencia. Inevitablemente vamos a morir; pero podemos tener en tanto una buena vida y una buena muerte. El cineasta (y jurista) Alexander Kluge planteó el tema desde la perspectiva femenina: en el film en que colabora con Khvan, lugar de Orfeo, puso a Orfea, que podía mirar para atrás, recuperando todo lo que más amaba, y hacia adelante, no como “Futuro” sino como por-venir. Orfea combina realismo y empatía; no busca la gloria sino el amor. “No es cierto, dice Kluge, que el hombre es el lobo del hombre”; tenemos los elementos para no ser predadores –sobre todo, la imaginación. 21

Por esto podemos probar nuevos y viejos caminos, entre ellos, regresar a las cosas (a los seres del mundo), con amor de mujer. Dijimos que la palabra griega para cosa era pragma. To pragma significaba amor maduro; Erich Fromm recuperó este significado en los ‘60 interpretándolo como “estar de pie” en el amor, haciendo un esfuerzo para darlo y no sólo concentrándonos en recibirlo. Las hijas de Eva tenemos mucho que decir sobre el ceño fruncido del masculino siglo XX, que reproduce sin quererlo el celo del terrible Dios bíblico. Por eso, seguimos arreglando la casa –el hogar, la ciudad, la biosfera– para que nuestros hijos e hijas, nietos y nietas, mariposas, abejas y flores, tengan una buena vida en esta Tierra. ¿Qué mejor definición de Arquitectura?


Graciela Silvestri, arq. Phd., CONICET/FAU/Universidad Nacional de La Plata.

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Notas
1. Bruno Latour, « Imaginar los gestos-barreras contra la vuelta a la producción anterior a la crisis »,
Ctxt.es, 5/4/2020

2. https://www.philomag.com/les-idees/frederic-keck-nous-navons-pas-limaginaire-pour-comprendre-ce-qui-nous-arrive-42834
(on line 21/03/2020, actualizada 21/03/2020)

3.  Pierre Charbonnier, “Por una filosofía política de las desigualdades ecológicas”, Conceptos Históricos 3 (4): 84-108 P. 86

4. Bruno Latour, “El sentimiento de perder el mundo, ahora, es colectivo”
https://elpais.com/elpais/2019/03/29/ideas/1553888812_652680.html

5.  Jorge Luis Borges, Evaristo Carriego, Buenos Aires, M. Gleizer Editor, 1930, pp. 27-28.

6.   Boileau es citado por Borges en una conferencia de 1979, cf Borges oral, Alianza editorial, Madrid, 1998.

7. Sigmund Freud CIX. Lo siniestro (*) 1919. «Sigmund Freud: Obras Completas», en «Freud total» 1.0 (versión electrónica)

5.  Aristóteles, Física, IV 1, 208b 30-35, Gredos, Madrid, 1995.

9.  Georges Perec, op cit. No llamará la atención esta concepción, más allá de las intenciones particulares de Perec: Heinsenberg, en su libro Physics and Philosophy, derivado de sus conferencias Gifford (1955/56), recurre frecuentemente a la física clásica en sus interpretaciones (por ejemplo, para explicar la función probabilística, recurre al concepto de potencia aristotélica). Más importantes aún son sus observaciones sobre el error de suponer que como “we must describe our experiments in the terms of classical physics” aunque sabiendo que “these concepts do not fit nature accurately …we should give up the classical concepts altogether.” La física cuántica, continua, “can never cease to depend on the concepts of classical physics”, porque ellos “are just a refinement of the concepts of daily life, and, as such, are an essential part of the language that provides the presuppositions for all natural science.” Asi, la confianza en los conceptos clásicos, derivados de la experiencia cotidiana, is “finally a consequence of the general human way of thinking.” Heisenberg, Physics and Philosophy: The Revolution in Modern Science, New York: Harper, 2007 pp 30/50.

10. Remo Bodei, La vida de las cosas, Buenos Aires, Amorrortu, 2013.

11. Remo Bodei, op. cit.

 12. Un comentario de Perec: “La ciudad es nuestro espacio y no tenemos otro”. La afirmación se explica más adelante: la casa rodante de Raymond Russell, a la aventura por el mundo, estaba decorada por Maple, como el pisito del tango. Podríamos agregar, hoy, las pantallas de computadora distribuidas entre comunidades amazónicas recién contactadas: ya ni siquiera la selva es “la selva”.

13. Hannah Arendt, La condición humana. Paidós, Buenos Aires, 1993.

14. Georg Simmel, “Filosofía del paisaje” en El individuo y la libertad. Ensayos de crítica de la cultura. Peninsula, Barcelona, 1986, p.175

15.  citado por Francois Cheng en Vacío y plenitud, Siruela, Madrid, 2016.

16. Emanuele Coccia, La vida de las plantas, Miño y Dávila, Buenos Aires, 2017

17. La cita es de Proceso y realidad (1929), pero está tomada de Philip Rose, On Whitehead Wadswoth philosopher series, Cengage learning, US, 2001. Ver también La invención de la libertad, Juan Arnau. Atalanta. Vilaür (Girona, 2016 ) donde se discute el tema.

18. Philippe Descola, Más allá de naturaleza y cultura, Amorrortu, Madrid, 2012.

19.  Tomado de Miguel León-Portilla,  “Las flores en la poesía náhuatl”, Arqueología Mexicana núm. 78, pp. 42 – 45.

20.  Agustina Bullrich, “La llegada de lo otro”,
https://www.viceversa-mag.com/la-llegada-de-lo-otro/  

21.  Los comentarios fueron tomados de la entrevista que Carla Imbrogno le hizo a Alexander Kluge, publicada en Ñ, nº 866, 2/05/2020.