03/08/2020
Clarín.com ARQ Arquitectura
por Fernando Murillo
Las grandes calamidades han servido para cambiar el urbanismo. Después del coronavirus hay que apostar al planeamiento participativo.
No debemos olvidar que antes del Covid-19 el mundo era desigual e insustentable y se encaminaba a una crisis ambiental sin precedentes. Con un 78% de urbanización en países desarrollados y 51% en vías de desarrollo y un cuarto de la población mundial viviendo en condiciones insalubres, hacinados y sin acceso a agua potable ni saneamiento, según la Agencia Hábitat de las Naciones Unidas, la acelerada contaminación de cursos de agua y aire a nivel mundial, y un tercio de los residuos sólidos generados no tratados, no hay duda que nos encaminábamos a una crisis. La experiencia diaria de enfrentar transportes públicos atestados, servicios de salud pública deficientes e inseguridad resultan argumentos convincentes para cualquiera sobre la necesidad de cambiar.
Sin embargo, tuvo que llegar el coronavirus para cambiar todo. Tanto, que hasta los más críticos del estado de nuestras ciudades añoran el mundo prepandemia como la normalidad a la que hay tratar de regresar. Es lógico, ya que, si a todas las calamidades mencionadas se agrega el suspenso creado por un virus que no reconoce fronteras, ni clases sociales, malignamente pone en evidencia la fragilidad del mundo en que vivíamos sorprendiendo a quienes comienzan a experimentar las vicisitudes que vivían a diario sus prójimos más humildes.
Como siempre ha ocurrido, quienes tienen recursos suficientes se escapan de las ciudades y sus riesgos de contagios y tumultos para pasar la emergencia en entornos más seguros. Quienes no tienen tantos recursos se quedan en sus casas procurando no ser contagiados. Y quienes no tienen recursos, dependen de los estados, la filantropía o algún vecino para obtener el sustento diario y quedarse en sus casas hacinados, o exponerse saliendo en procura de alimentos e ingresos.
Pero, aunque la situación no es nada alentadora, ciertamente está cargada de oportunidades: Nada menos que corregir errores estructurales del pasado. Es como si esta emergencia diera la chance a la humanidad de cambiar de rumbo y salvarse de un desastre mayor. El modelo de urbanización mundial no era, y no es, sustentable; ni justo, ni lógico, por la sencilla razón que plantea seguir reproduciendo un consumo irracional de suelos, aguas y energía, recursos esenciales para la supervivencia, distribuyéndolos groseramente en forma desigual. Lotes enormes donde se emplazan mansiones con piscinas rodeadas de casillas precarias donde viven jardineros y empleadas domésticas, hacinados y sin agua potable suele ser la postal global de propaganda inmobiliaria de “ciudades inteligentes” por su uso de tecnología digital para hacer “home office” o sostener sofisticados servicios de seguridad. Ciudades erigidas en el desierto revolucionan el urbanismo de nuestra época, disimulando que en verdad han sido diseñadas solo para pocos privilegiados y por el negocio de desplazar poblaciones en zonas con petróleo, uranio, oro o cuanto mineral perseguido como precioso por la humanidad a lo largo de su historia.
Aunque las agencias internacionales de desarrollo y los propios gobiernos nacionales vienen desplegando esfuerzos meritorios por aliviar las penurias de quienes viven en barrios populares, creando programas de mejoramiento y más recientemente de inclusión sociourbana, los resultados parecen insuficientes. La evidencia está en que, frente a una pandemia, aunque existen sofisticados sistemas de información geográfica, “big data” y demás recursos tecnológicos, día a día se espera con impotencia que la llegada del virus a los barrios produzca el desastre.
Diseño urbano participativo. Estudiantes de arquitectura con los vecinos de la población La Victoria, en la Universidad de Chile.
Ante esta situación, los gobiernos latinoamericanos parecen haber caído en la falsa dicotomía entre priorizar la “vida o la economía”, como si ambas cosas no fueran parte de lo mismo. La persistencia en el tiempo de la pandemia va a demostrar que no constituyen opciones válidas ni la militarización de la sociedad, apelando a castigos ejemplares masivos; ni mucho menos ignorar el problema y continuar la marcha de la economía a costa de la muerte evitable de un significativo número de personas.
Las circunstancias históricas imponen una mirada más profunda y transformadora de la realidad. La reurbanización de barrios populares constituye un modelo que se viene realizando por décadas con resultados promisorios. Esto incluye no solo proveer de infraestructuras sanitarias básicas, plantado de árboles y creación de espacios verdes, erradicación de microbasurales, descontaminación de ríos, arroyos y cursos de agua, sino también la identificación y adquisición de predios vacantes e infraestructuras circundantes a los barrios donde relocalizar familias hacinadas protegiéndolas de la riesgosa situación en la que se encuentran, protegiendo sus relaciones sociales y productivas para que sigan operando y manteniendo su sustento.
Aunque meritorio, el problema de estas iniciativas es la escala marginal de las intervenciones. En el marco de la necesidad imperiosa de obra pública encarada no solo con recursos fiscales sino privados y de comunidades, las posibilidades de surgir como política anticíclica para superar la enorme crisis socioeconómica que se avecina es de clave. Este tipo de decisiones multiplican las posibilidades de avanzar en un modelo de desarrollo urbano sustentable que integre consumo, movilidad y productividad sustentable.
Los barrios populares de América Latina tienen porcentajes de inmigrantes, internos del propio país o de países limítrofes, que hoy están sufriendo triple discriminación: como inmigrantes, como residentes de barriadas “informales” y como portadores de virus. El rol de las comunidades de inmigrantes motorizando procesos de reurbanización no debe ser ignorado, ya que son quienes toman la iniciativa de resolver el déficit habitacional a través de la autoconstrucción que debería contar con marcos regulatorios que se puedan cumplir.
Ejercicios participativos de planeamiento de hábitat en la que los vecinos de barrios populares acuerdan pautas de urbanización posibles de realizar, tal como se viene haciendo con metodologías como las del equipo de “La Brújula”, desarrollado por la Universidad de Buenos Aires, demuestran que es posible establecer reglas de reurbanización que funcionen para dinamizar la obra pública y el ahorro de los propios vecinos, creando ciclos virtuosos de inclusión social y desarrollo socioeconómico.
Puede parecer muy radical, pero la historia demuestra que fueron las guerras, epidemias y grandes calamidades las que cambiaron la práctica del urbanismo y con ello, el modo en que producimos nuestras ciudades. Es hora de capitalizar el sufrimiento de tantas familias que perdieron algunos de sus miembros y el aprendizaje colectivo experimentando la fragilidad de la condición mortal humana para madurar y comprender que es el momento de planes audaces que no solo respondan a la contingencia del momento, sino que sepan ver más allá, y encontrar las soluciones estructurales de organización social y ocupación de territorios apelando a la disponibilidad de ellos en nuestro amplio continente, y a la solidaridad y creatividad demostrada de sus habitantes, descendientes de otras gentes que también escaparan de calamidades en otros sitios a los que siempre veneramos por su lucha por sobrevivir, pero escasamente imitamos.