Adrián Pignatelli. 10/02/2023. Infobae.
El 10 de febrero de 1860 se prohibió a los saladeros arrojar desperdicios al agua, para así frenar su creciente contaminación, que provocaba olores nauseabundos. Sería uno de los tantos intentos de muchos gobiernos que, a lo largo de la historia, poco pudieron hacer para que este curso de agua volviese a ser un oasis, tal como lo conocieron los conquistadores españoles.
El penetrante olor que se esparcía cuando el viento soplaba del sur hacía casi imposible respirar en la ciudad de Buenos Aires, más aún cuando hacía calor. Los principales culpables eran los saladeros que habían tomado como hábito natural arrojar al Riachuelo los desperdicios de miles de animales que faenaban.
“El olor inmundo esparcido el domingo a la noche por toda esta ciudad, ha venido a recordarnos que los saladeros del Riachuelo continúan con autorización del gobierno sus pestíferas faenas y a delatarnos la contravención de los saladeristas a las disposiciones que prohíben arrojar las aguas de cola, sin desinfectarlas previamente”, denunciaba el diario La Nación Argentina el 13 de agosto de 1867.
No por casualidad, Buenos Aires fue llamada, en cierta oportunidad, como “la ciudad más pestilente del globo”.
Los primeros saladeros se instalaron a fines del 1700 y para 1800 había unos 30. Predominaban los trabajadores de origen vasco, que se revelaron como los trabajadores adecuados para este tipo de faena.
Los líquidos para curtir los cueros, la sangre de los animales, el agua donde se hervían los huesos, los desperdicios que quedaban por todos lados luego de tratar las entrañas para extraer la grasa, todo era arrojado al curso del agua.
La febril actividad de los saladeros, donde minutos después de que el animal era sacrificado su carne ya estaba salada, parecía imparable e incontrolable para las autoridades.
Muchos añoraban el paisaje de ensueño que dominaban las costas del Riachuelo hasta su desembocadura en el Río de la Plata. Cuando llegaron los primeros conquistadores, se encontraron con ceibos, sauces colorados, duraznillos, acacias y juncos. Nos cuesta imaginar que en la zona vivían libremente pumas, ciervos, vizcachas, cuises, y que podían pescarse pejerreyes, dorados, bagres, camarones de río, almejas y tortugas.
Había que tener cuidado, porque solían atacar los jaguares, que en las épocas de inundaciones viajaban sobre camalotes que arrastraban las aguas del Paraná. Si lo supo Pedro de Mendoza: los primeros seis hombres de su expedición murieron por ataques de estos animales.
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Vivían en la zona indígenas pertenecientes a la tribu del cacique querandí Telomián Condié, que terminó muerto por la gente de Juan de Garay en un combate en las inmediaciones de Villa Fiorito, en el partido de Lomas de Zamora.
Ulrico Schmidl, un soldado bávaro que participó en la expedición de Pedro de Mendoza, en sus crónicas mencionó al Riachuelo como Río Pequeño. Cuando se toparon con los primeros indígenas, se lo llamó Río de los Querandíes, y cuando en lo que hoy es Puente Alsina una media docena de españoles -entre los que se encontraba Diego de Mendoza, hermano del Adelantado- fueron masacrados, se lo conoció como el Río de la Matanza.
En 1575 el Tesorero Hernando de Montalvo lo bautizó Río de Buenos Aires, la gente de Juan de Garay lo conocía como el Riachuelo de los Navíos y con el correr de los años tuvo más nombres, como Riachuelo de Barracas, Río de la Boca, los ingleses en 1806 le decían Río Chuelo, hasta que se llegó a la simple denominación de Riachuelo.
Este curso de río -típico curso de agua de la llanura pampeana, de caudal irregular, escasa pendiente y sujeto a las mareas del Río de la Plata- nace en el partido de Cañuelas, atraviesa 14 municipios y parte de la ciudad de Buenos Aires. Los primeros conquistadores lo vieron como el lugar ideal para establecer un poblado, ya que sus costas eran perfectas para proteger a los barcos.
Debido a que el nivel del agua en la boca del Riachuelo era por lo general bajo, y por la falta de viento los barcos eran introducidos “a la sirga”, remolcados con caballos o carros.
Sin embargo, ese paraíso comprimido en sus costas pronto desaparecería.
En la búsqueda de culpables del actual estado del Riachuelo, aseguran que el rey Carlos V fue el primer responsable de su contaminación, cuando determinó que todas las industrias que produjesen desechos debían instalarse aguas abajo de las ciudades, para que los desperdicios no contaminasen el agua potable.
Desde ese momento, el hombre nunca paró de tirar basura a sus aguas.
El virrey Juan José Vértiz fue un impulsor de la industria de la carne salada y así vender el producto para la alimentación de marineros, soldados y obreros europeos. Pero el producto final era tan mala calidad -cuando se lo probó en Inglaterra se lo rechazó por incomible- que se destinó a los esclavos de Brasil y de Cuba. “Los negros parecen ser la única gente que puede comerla”, advirtió Richard Symour, un inglés que se radicó en el país para dedicarse a la actividad ganadera.
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En sus orillas se había formado una enorme costra de sangre mezclada con polvo y basura que, sumado al olor, convirtió el lugar en un infierno. El espectáculo que brindaba era terrorífico: hombres con sus pantalones recogidos hasta arriba de la rodilla, con sus ropas ensangrentadas, pisoteando restos de animales, algunos de ellos agonizantes, en medio de jaurías de perros hambrientos que se disputaban los despojos, de cerdos escuálidos y de nubes de moscas que obligaba a taparse la boca para no tragarse una.
El saladero tuvo un auge con la Primera Junta de Gobierno en 1810, cuando estableció la libertad de comercio, que estimuló la expansión de la ganadería y de la industria que giraba en torno a ella.
Cuando Pueyrredón fue director supremo ordenó cerrarlos por la escasez de carne para el consumo de la población de Buenos Aires. Pero superado el conflicto, el negocio se reactivó.
En 1822, el gobernador Martín Rodríguez junto a su expeditivo ministro Bernardino Rivadavia ordenó trasladar los depósitos de cueros y las fundiciones de velas precisamente por los olores, y los conminó a correrse por lo menos a una legua de la ciudad.
Rivadavia tomó el famoso empréstito a la Baring Brothers justamente para desviar el curso del Riachuelo, con una represa y compuertas y así tener un puerto acorde a las necesidades.
Nada se hizo.
El lugar había comenzado a poblarse recién a mediados del siglo XIX, por culpa de los pantanos que se formaban por las continuas inundaciones.
Las cargas de la carne salada se hacían en el embarcadero del terrateniente escocés Juan Miller -introductor del ganador Shorton en el país- y en el Puerto de los Tachos, llamado así por la cantidad de talleres y astilleros, en la actual Vuelta de Rocha.
Para 1830, el olor era tan fuerte que se dispuso armar una comisión para investigar las causas que lo producía. Faustino Lezica, Jose Twaites y Braulio Castro llegaron a la conclusión que se debía a la fermentación de la sangre esparcida. Los dueños de los saladeros argumentaron que la limpieza era muy costosa.
El gobierno dispuso que en los predios al aire libre donde se mataban a los animales, debían solar cerdos, que comerían esos desperdicios. Y que los residuos restantes, que se pudrían al sol, fueran quemados.
Aún así Manuelita Rosas solía llevar a sus visitantes a pasear por sus orillas y a navegar por sus aguas.
Por 1852, un viajero comentaba de “la brisa pampeana y fresca, alterada por el horrible olor a carne podrida, que envuelve a la ciudad, repugnancia duplicada en el suburbio sur, con zanjas y pozos en el pantanoso camino, rellenado con entrañas y huesos de animales”.
A esa altura, estos establecimientos concentraban gran cantidad de trabajadores. El de Cambaceres tenía 300 hombres. Igualmente fueron disminuyendo el número de saladeros por los malones indígenas, las guerras civiles y la competencia de los saladeros de Entre Ríos, la Banda Oriental y Brasil.
Los gobiernos sucesivos insistieron con la prohibición de arrojar desechos, hasta el 10 de febrero de 1860 cuando el gobierno lo quiso hacer con un decreto, “por la necesidad urgente de disminuir la putrefacción de sus aguas”.
Cayó en saco roto.
En 1868, el gobernador Adolfo Alsina quiso patear el tablero: ordenó a los saladeros destruir los desechos y que no fueran volcados a las aguas. Prohibió que los animales fueran faenados en el lugar, que debía mantenerse limpio.
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El lobby de los saladeros surtió efecto: dos meses después Alsina debió dar marcha atrás. Dejó sin efecto las medidas, pero advirtió que se debían quemar los residuos, que éstos debían ser rociados con alquitrán, y que solo podían terminar en el Riachuelo los residuos líquidos, “ya que el derrame de la salmuera no ocasionaba tanto perjuicio como la sangre de los animales”, sostenían.
Hasta las autoridades municipales afirmaron que los saladeros no eran nocivos, a pesar de los testimonios en contrario: “Una visita a uno de estos establecimientos era suficiente para toda la vida”, dejó como testimonio un extranjero.
También contaminaban el río las jabonerías y las curtiembres, especialmente con el arsénico que usaban en el tratamiento de los cueros. Los arroyos que desembocaban en el Riachuelo ayudaban a empeorar la situación, porque ellos también tenían sus aguas contaminadas.
Hubo otro intento de controlar a los saladeros durante la epidemia del cólera, pero cuando ésta pasó, el gobierno llamó a conciliar las condiciones de salubridad con “el ejercicio de la industria legítima”. Instruía a los jueces de paz a controlar su actividad, especialmente la quema de osamentas y el tratamiento de la sangre y la salmuera. Los saladeristas no acataron las medidas, argumentando que era imposible cumplirlas.
Nuevamente, nada ocurrió.
El drama de la contaminación se había convertido en un problema al que no le encontraban solución. Las algas verdes que les daba vida a las aguas murieron y surgieron otras con una alta concentración de fósforo, elemento común en los efluentes orgánicos. La primera consecuencia fue la muerte de los peces que vivían en sus aguas y los que ingresaban desde el Río de la Plata. Aparecieron bacterias que producen metano y ácido sulfhídrico, que le da ese olor tan particular.
Todos fueron parte de la polémica. Juan Bautista Alberdi lo describió como “convertido en fango podrido, foco permanente de infección y de peste”. Visionario como pocos, el tucumano insistía en que para disminuir la contaminación, el puerto debía trasladarse a Ensenada. Y como lo había comprobado en Europa, proponía la canalización del curso de agua, obra que haría años después el ingeniero Luis Huergo, lo que convirtió en una vía perfectamente navegable.
En esa época, existían unos quince saladeros, en los que se mataban, anualmente, unos 140 animales, entre mulas y ovejas.
Todo pareció cambiar cuando estalló la epidemia de fiebre amarilla, en 1871. Como entonces se desconocía que el culpable de esta enfermedad era la hembra del mosquito aedes aegypti, se dio como un hecho que todo era por las aguas del Riachuelo, ya que los primeros focos de la enfermedad fueron en la zona sur de la ciudad. Una ley del 6 de septiembre de ese año prohibía la instalación de saladeros y graserías en la ciudad, sobre el río Barracas y sus alrededores.
De todas formas, ya se veía venir el acta de defunción de los saladeros: primero fue la abolición de la esclavitud, que los dejó sin mano de obra, y luego el surgimiento de los frigoríficos, a partir de la aparición del primero, en 1883.
Hubo una época en que la zona resurgió y hasta los porteños se tomaron el hábito de pasear y descansar, ya que habían surgido quintas en el lugar donde antes se mataban animales. En 1902 el presidente Roca navegó esas aguas para inspeccionar las obras del puente de Barracas y los taludes colocados en las orillas para evitar desmoronamientos.
En 1921 hubo más obras de rectificación de su curso y canalización, que aumentaron su capacidad de navegación.
Pero el problema de la contaminación del Riachuelo no terminaría.
Aparecerían los frigoríficos y diversas industrias, como tintorerías industriales que arrojaban desechos inorgánicos, orgánicos y especialmente metales pesados, y no existen bacterias que puedan degradar el plomo y el cromo. Se transformaría en una enorme cloaca a cielo abierto en el límite de la ciudad de Buenos Aires.
Un golpe de efecto fue el anuncio, el 4 de enero de 1993 cuando María Julia Alsogaray, Secretaria de Asuntos Naturales y Ambiente anunció que “en mil días vamos a poder tomar agua del Riachuelo”, lo que llevó a decir al presidente Carlos Menem que “en 1995 vamos a ir allí a pasear en barco, a tomar mate, a bañarse y a pescar”.
Los anuncios delirantes tuvieron una segunda parte, cuando en 2007 Romina Picolotti, Secretaria de Medio Ambiente prometió terminar con la contaminación en diez años.
En 2006 se creó la Autoridad de Cuenca Matanza Riachuelo, que trabaja en su saneamiento, en una labor conjunta con los gobiernos nacional, provincial y de la ciudad.
Mientras tanto, resulta difícil no añorar ese espejo de agua, lleno de vegetación y de animales, donde lo único que reinaba era la vida.
Fuentes: Ulrico Schmidl – Viaje al Río de la Plata; Antonio Brailovsky – El Riachuelo; Enrique Puccia – Barracas. Su historia y sus tradiciones 1536-1936; Amalia Moavro – El Saladero; Rodolfo Eyherabide - Repercusión en Barracas al Sur de la “Peste histórica de 1871″.
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