Propuesto en 1949 por el argentino Carlos María della Paolera en la ONU, se estableció el 8 de noviembre como el Día Mundial del Urbanismo. Le preguntamos a Nehuen Brat, geógrafo y columnista de Ecología y Ambiente de La Izquierda Diario, qué autor o cita recomendaría a propósito de esta fecha y esto nos contaba. La Izquierda Diario
Soy nacido y criado en Neuquén. A mis 18 años, cuando vine a vivir a la “ciudad de la furia” me impactó su inmensidad, movimiento eterno y sus recovecos por doquier. También me encontré con el anonimato y la impersonalidad al transitar la calle y recorrer sus negocios. Pensar en el día del urbanismo, de una u otra manera me atraviesa desde la experiencia de haber vivido en ciudades extremadamente diferentes, de extrañar la cercanía del río patagónico para tirarse un día de calor, las montañas o la barda neuquina y, por otro lado, de enamorarme de los barrios porteños o de las grandes distancias que uno recorre en el conurbano, atravesando lugares distintos en un mismo colectivo (o las múltiples combinaciones necesarias) a veces durante horas con la cara pegada al vidrio mirando los paisajes cambiantes.
Cuando pienso en el urbanismo el primer autor que se me viene a la cabeza es el marxista francés Henri Lefebvre. En su famoso libro El derecho a la ciudad, plantea que “la ciudad es obra, más próxima a la obra de arte que al simple producto material”, poniendo énfasis en la ciudad como obra colectiva, con sus plazas, caminos, casas, edificios, fragmentación social, industrias, pintadas, contaminación, costas, autos, ruidos, etc, que se asemejan a una obra de arte en constante construcción y reconstrucción, en su “destrucción creativa”, con sus aspectos hermosos y sus horrores intrincados en un mismo espacio. Quizás, la ciudad sea una de las obras más descomunales de la humanidad, una de las obras más colectivas, que involucra a miles o millones de personas en constante movimiento, creatividad y conflicto. Sin lo colectivo no es posible la ciudad como tal.
La ciudad es una obra en el sentido en que una pintura o una sinfonía lo son, pero una obra que permanece en el estado de lo inacabado. En ella se expresan las fuerzas que producen la sociedad, sus contradicciones, sus deseos y sus temores. La ciudad no se reduce a un objeto de consumo o de intercambio. No es un simple producto que se puede vender o comprar; es una creación en el tiempo, una acumulación de obras, de recuerdos, de signos, de formas que se extienden en una mancha urbana que tiene vida propia.
Pero la cosa se complejiza cuando Lefebvre diferencia el sentido de la ciudad como obra o como producto. La primera pone énfasis en el valor de uso, en los derechos necesarios que puede cubrir una ciudad con sus servicios a toda la sociedad y el sentido que adquiere para sus vecinos y transeúntes que desborda la utilidad e implica sensaciones, recuerdos, sentidos al habitarla y recorrerla. También existe el sentido de la obra en la ciudad cuando por necesidad los vecinos se unen para autoconstruir los techos de las casas ante los arrebatos de grandes tormentas o realizar un tendido eléctrico que el Estado y sus empresas niegan. La segunda es la que prima en la planificación urbana capitalista, la del valor de cambio que deviene en fragmentación, en barrios donde el gatillo fácil es tan moneda corriente como las inundaciones constantes mientras que en la misma ciudad pero en otro punto cardinal existen casas con piletas, varios autos y un laguito artificial para tomar unos tragos una noche de calor.
Almuerzo en lo alto de un rascacielos, publicado en el New York Herald-Tribune, 2 de octubre de 1932, Charles Clyde Ebbets, Tom Kelley o William Leftwich.Convertir la ciudad en un producto equivale a destruirla como obra, a despojarla de su capacidad de significar y de reunir y, ante ello, el espacio urbano deviene entonces un espacio mercantil, donde cada fragmento se vende o se alquila, donde la vida pierde espesor y se puede ver casas vacías por la especulación inmobiliaria y familias en la calle por falta de vivienda.
Recuperar el sentido de la ciudad como obra, como creación común, es reencontrar el derecho a la ciudad. El derecho a participar en su producción y en su devenir, en su planificación. Es necesario entender el urbanismo como parte de vivir la ciudad como un espacio de encuentro entre la sociedad y la naturaleza de manera equilibrada y no un mar de pavimento con el auto como elemento central para su planificación.
Recuperar el sentido de la ciudad es una forma de enfrentar la reducción de la vida urbana en mercancías una tras otra. Lefebvre insistía que lo urbano no es simplemente un conjunto de objetos en el espacio, sino una manera de vivir, una forma de ser y de habitar colectivamente, de apropiarse del espacio. En ese sentido, la ciudad no puede entenderse como un paisaje que se observa desde afuera, sino como una experiencia que se vive desde dentro, en los cuerpos, en las prácticas, en las relaciones cotidianas.
Esa vivencia es lo que él llamaba la “praxis urbana” que es el modo en que las personas producen y reproducen la ciudad a través de sus usos, sus recorridos y sus encuentros. Para Lefebvre, cada gesto en la ciudad tiene un potencial creador, porque participar del espacio, caminar, conversar, detenerse, mirar, habitar, es también transformarlo. Vivir el espacio es transformarlo, incluso sin darse cuenta. De allí surge su idea de que la ciudad es una obra inacabada, siempre está siendo rehecha por quienes la habitan, incluso a pesar de los poderes que intentan fijarla o mercantilizarla.
La ciudad como producto se manifiesta en los shoppings cerrados sobre sí mismos, en los barrios amurallados, en las plazas con bancos atravesados por barrotes y llenas de cámaras, en la ciudad militarizada. En cambio, la ciudad como obra se reconoce en el murmullo del mercado barrial, en la esquina donde se juega al fútbol, en la vereda donde los vecinos sacan la silla para charlar al atardecer, en los servicios dispersos para todos y todas, en los espacios de ocio en lo público, el derecho a habitarla con plenitud.
Este derecho es necesario conquistarlo y así poder participar de su producción. Es un llamado a reapropiarse del espacio, a devolverle su condición de obra colectiva en su máxima expresión. Pensar el urbanismo desde esta mirada implica reconocer que la planificación no puede reducirse a mapas ni normativas. El urbanismo debería ser una ciencia y un arte que parta de las necesidades, los ritmos y los deseos de la vida cotidiana de una mayoría y no de una minoría. Lo que está en juego no es solo la organización del espacio, sino la calidad de los vínculos que ese espacio permite o impide.
En este sentido me parece interesante concluir con una cita más extensa de Henri que, realizando una conclusión al analizar la sociedad capitalista en relación al urbanismo plantea que:
“En estas difíciles condiciones, en el seno de esta sociedad que no puede oponerse por completo a la clase obrera y que sin embargo le cierra el camino, se abren paso unos derechos que definen la civilización (en, pero a menudo contra la sociedad; por, pero a menudo contra la ‘cultura’). Estos derechos mal reconocidos poco a poco se hacen costumbre antes de inscribirse en los códigos formalizados. Cambiarían la realidad si entraran en la práctica social: derecho al trabajo, a la instrucción, a la educación, a la salud, al alojamiento, al ocio, a la vida. Entre estos derechos en formación figura el derecho a la ciudad (no a la ciudad antigua, sino a la vida urbana, a la centralidad renovada, a los lugares de encuentros y cambios, a los ritmos de vida y empleos del tiempo que permiten el uso pleno y entero de estos momentos y lugares, etc.).
La proclamación y la realización de la vida urbana como reino del uso (del encuentro desprendidos del valor de cambio) reclaman el dominio de lo económico (del valor de cambio, del mercado y la mercancía) y se inscriben por consiguiente en las perspectivas de la revolución bajo hegemonía de la clase obrera. Así, para la clase obrera, rechazada de los centros hacia las periferias, desposeída de la ciudad, expropiada de los mejores resultados de su actividad, este derecho tiene un alcance y una significación particulares. Para ella, representa a la vez un medio y un objetivo, un camino y un horizonte; pero esta acción virtual de la clase obrera representa también los intereses generales de la civilización y los intereses particulares de todas las capas sociales de ‘habitantes’, para quienes la integración y la participación se hacen obsesivas…”
En esta época donde se vuelve sustancial ocupar las calles, organizarnos para hacerle frente al individualismo imperante y el retraimiento hacia el espacio privado, también tenemos que saber que estamos construyendo otra ciudad, aquella que resurge como la obra de arte que merece ser, en oposición abierta a la lógica urbana capitalista.
Acerca del autor
Nahuen Brat es Licenciado y Profesor en Geografía de la escuela media y también en los Institutos de Formación Docente Nº 82 y 46 de La Matanza. Es columnista en la sección de Ecología y Ambiente de La Izquierda Diario con enfoque en el urbanismo y las problemáticas ambientales.

