Proponen erradicar los barrios de emergencia, aunque ya existe un método: la integración sociourbana. Qué pueden hacer los municipios y las provincias. Cenital
Por Federico Poore
21 de noviembre de 2025
El discurso circula desde hace un tiempo en las redes sociales. “Hay que exterminar las villas”, dice Ramiro Marra, legislador porteño y excandidato a jefe de Gobierno por La Libertad Avanza. “La villa vuela”, repite Beltrán Briones, tiktoker de 26 años y hasta hace poco, empleado de una constructora. Si bien la “solución” es de todo menos original (ya la habían impulsado, con diferentes formatos, los comandantes del último gobierno militar y Jorge “Topadora” Domínguez, exintendente de la Capital Federal durante el menemismo), el discurso parece ganar fuerza en estos tiempos de consignas rimbombantes. ¿Tiene algún sentido esta propuesta para los barrios informales?
Reducción al absurdo
Este mes participé junto al arquitecto y urbanista Mauricio Corbalán del ciclo de conversaciones 2050 Debate y uno de los bloques tuvo como eje la cuestión de los barrios populares en Argentina. Tras repasar la historia del crecimiento exponencial de barrios informales como la Villa 31, Corbalán propuso una respuesta a la tesis libertaria que funciona como una toma de judo: usa la fuerza del adversario político para vencerlo en sus propios términos.
“Ahora ves gente que dice que hay que tirar una bomba o sacar a todo el mundo. Y yo les digo: ‘Dale. Vamos a calcular la logística de sacar 50.000 tipos del centro de la ciudad. Pero haceme las cuentas, eh. Hacé los costos”, dijo Corbalán.
Los resultados de los planes para “volar” las villas están a la vista. La dictadura desalojó a cerca del 50% de los habitantes de los asentamientos informales de la Ciudad de Buenos Aires como parte de su programa de “erradicación de villas de emergencia” que incluyó expulsiones forzadas, persecución policial y traslados compulsivos. Pero la Villa 31 nunca fue completamente erradicada y la “solución” al problema fue, en muchos casos, desplazar a sus habitantes a la provincia. Al poco tiempo, la población de estos barrios comenzó a crecer otra vez, lo que no hace más que probar que el fenómeno responde a procesos estructurales.
La idea del tiktoker Briones se enuncia con la misma liviandad. “Sacamos la Villa 31, dándole [los desarrolladores privados] casas gratis que les construimos en alguna zona sur de la ciudad”, lanzó en un video filmado frente a la Facultad de Derecho de la Universidad de Buenos Aires, sin explicar cómo se “sacaría” la villa o cual sería el asidero legal detrás de la expulsión de familias con diferentes grado de regularización dominial, en terrenos del Estado nacional que, además, están en proceso de transferencia al Gobierno de la Ciudad (o cómo sería el proceso de compensaciones supuestamente liderado por constructoras privadas). El creador de contenidos tampoco cuenta cómo concretaría la parte de “sacar la estación Retiro” del ferrocarril, algo que los especialistas en transporte ya explicaron que es operativamente imposible.
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La respuesta
En su intento por ser categórico, el nuevo discurso actúa como si no supiera que ya existe una herramienta de eficacia probada para “terminar” con las villas: la integración sociourbana. Uno puede imaginar por qué: se trata de un proceso, no una receta sencilla para picantear en redes y fogonear fanáticos.
Pero a diferencia de las expulsiones forzadas, los mejores ejemplos de integración de villas y asentamientos han sido, efectivamente, exitosos. La Ciudad de Buenos Aires encaró, durante la gestión de Horacio Rodríguez Larreta (2015-2023), un programa orientado a incorporar media docena de barrios populares a la trama urbana y, a pesar de sus desafíos, algunos de ellos –como el Playón de Chacarita– hoy ya son parte integral de la ciudad formal. Vicente López, en el norte del Gran Buenos Aires, va camino a terminar con los últimos asentamientos del municipio mediante mecanismos similares de asimilación. Lo interesante de estos procesos es que desaparecieron los asentamientos pero no sus habitantes (quienes, de mínima, no fueron desplazados).
La caja de herramientas
¿Cómo terminar, entonces, con las villas? Este mes, Fundar y la organización TECHO presentaron “De los barrios populares a la ciudad formal”, un informe que acerca algunas pistas concretas. El punto de partida es conocido: en Argentina hay más de 6.400 barrios populares, que se caracterizan por la informalidad en el acceso a la tierra y a los servicios básicos. Los hay en todas las provincias y hoy comprenden a 5,3 millones de personas.
Quienes viven en barrios populares suelen trabajar en malas condiciones, tener bajos ingresos, mayores riesgos de salud (el 90% de los hogares enfrenta un alto riesgo ambiental, según el informe de condiciones de vida de ACIJ), más inseguridad y una menor disponibilidad de servicios educativos. Pero el problema no atañe únicamente a quienes viven en villas y asentamientos: la exclusión social viene asociada a más informalidad, más conflictos, más costos para el Estado. En el lenguaje de la época: la exclusión nos sale carísima a todos.
En este contexto, Fundar y TECHO proponen un plan nacional de integración sociourbana que busque asegurar que los barrios populares tengan el mismo acceso a servicios básicos e infraestructura que la ciudad formal. Ese plan, sostienen, debe tener cuatro pilares. Uno: un análisis individualizado de cada barrio que defina prioridades en base a criterios objetivos, como los riesgos ambientales y el acceso a servicios básicos. Dos: la involucración de la comunidad, para que las obras respondan a las necesidades reales de los habitantes. Tres: comenzar por la conexión a servicios básicos (electricidad, agua y cloacas), ya que tiene un impacto directo en la vida de las personas. Cuatro: implementar políticas preventivas, incluyendo otro tipo de políticas de acceso a la vivienda.
Cada uno de ellos está detallado en el informe de 41 páginas, que lleva las firmas de Rafael García Lazo, Sebastián Rohr, María Migliore, Juan Maquieyra, María Lucia Groos y Santiago Poy.
“Las políticas de integración sociourbana son para ordenar un problema ya consolidado”, explicó Migliore en una entrevista con Infobae. “El Barrio 31 tiene 45.000 personas y empezó a asentarse en 1930. No es real pensar que los podés ‘sacar’, simplemente no va a pasar”. Por eso, dice Migliore, la política de integración sociourbana no comienza demoliendo casas sino dando infraestructura: “Todo lo que falta ahí, llevarlo. Abrir calles, poner escuelas… Está probado que cuando esto se hace, todo lo demás mejora”.
Quién paga
Acordadas las premisas sobre las cuales trabajar, queda el tema del financiamiento. Hasta ahora, la mayor parte de plata para las obras de integración sociourbana provino del Gobierno nacional, con aportes ocasionales de organismos internacionales como el BID. Así funcionó, por ejemplo, entre 2020 y 2023, cuando la Secretaría de Integración Sociourbana invirtió USD 1.444 millones en obras para los barrios populares gracias a lo recaudado por el impuesto a las grandes fortunas y el impuesto PAIS.
Este esquema está prácticamente destruido. A poco de llegar el gobierno, el presidente Javier Milei redujo los fondos destinados al Fondo de Integración Sociourbana (FISU) hasta que finalmente este año disolvió el fondo y cerró la Secretaría de Vivienda. Hoy la mayor parte de las obras del FISU están con diferentes grados de avance, lo que resulta en perjuicios aún mayores de los que se buscaba resolver. En Cenital contamos el caso del barrio Fortunato de la Plaza, en Mar del Plata. Pero hay muchos más.
Así las cosas, el informe propone explorar otras fuentes. “Municipios y provincias también pueden y deben contribuir al financiamiento de la integración sociourbana de barrios populares. Es fundamental empezar a considerar la riqueza que se genera en los territorios, e implementar instrumentos que logren captar parte del valor que se genera, para reinvertirlo hacia zonas con mayores necesidades”.
Algunos de los mecanismos disponibles son la captación de plusvalías urbanas, el cobro de tasas y contribuciones por usos urbanos (por ejemplo, el impuesto a los terrenos ociosos como ya tienen ciudades de Colombia, Corea del Sur y Estados Unidos) o la imposición de exacciones a desarrolladores, es decir, cesiones de tierras o la construcción de obras específicas como contrapartida a la autorización de nuevos desarrollos. Las chances de mejorar en este frente son enormes: según datos de TECHO, solo 2 de cada 10 municipios utilizan instrumentos de gestión de suelo.
Un bono para mi país
Pero sin dudas el mayor potencial para escalar las obras en barrios populares lo tiene la emisión de valores representativos de deuda (VRD). Los VRD son instrumentos financieros que el FISU puede emitir para aprovechar el mercado en expansión de los bonos temáticos, por ejemplo, bonos verdes o bonos sociales.
En Brasil, el ‘Programa Vivenda’ ejecuta fondos del gobierno, de organismos internacionales, del sector privado y de la Caixa Econômica Federal. Fotos: Fernando Banzi / Lauro Rocha / Goma OficinaPaíses como Brasil, Chile y México ya están obteniendo grandes fondos por esta vía y Argentina (en un contexto macroeconómico más estable) podría aprovecharlos también. La pata legal ya está: un VRD que tenga por objetivo la integración sociourbana entraría en la categoría de “bono social” de la Comisión Nacional de Valores. ¿Quiénes podrían tomar estos bonos? El Fondo de Garantía y Sustentabilidad (FGS), los Fondos Comunes de Inversión y las compañías de seguros, entre otros.
“Es necesario diseñar y articular estrategias sostenibles que combinen fuentes de financiamiento nacionales, provinciales y municipales con instrumentos innovadores, como la inversión del mercado de capitales, la participación de gobiernos locales mediante la implementación de instrumentos de financiamiento de base suelo y aportes de organismos multilaterales”, concluye el informe. “No obstante, no hay que perder perspectiva de la contundencia que requiere la inversión y del riesgo que supone ofrecer soluciones fragmentadas o superficiales que den la apariencia de acción pero que no logren recaudar 2.300 millones de dólares por año”, el monto estimado para comenzar a dar soluciones reales al 11% de la población argentina que hoy vive en las zonas más castigadas.