27/06/2020 - Clarín.com - Opinión
por Luis Ainstein
Resulta bien sabido que habitar ciudades se ha venido constituyendo en el modo prevalente y rápidamente expansivo de las comunidades humanas. Aunque en la escala global tal condición alcanza al presente sólo al 50% de la población mundial, en un conjunto de naciones, incluida la Argentina, tal cifra supera el 90%. Es decir, a casi todos. En tal contexto, y a partir de la Segunda Posguerra, las ciudades que conocimos han comenzado a hacerse gigantescas, en los formatos de áreas metropolitanas, primero, y regiones urbanas, después.
Pero han comenzado a generalizarse, además, dos tipos de fenómenos muy problemáticos: por una parte, la profundización de la segregación territorial de la residencia de los diversos sectores sociales -pobres con pobres, ricos con ricos-; por otra, la transición hacia una transformación sustantiva de los modos de organización urbana - desde configuraciones “compactas” hacia estructuraciones “difusas” caracterizadas por las discontinuidades físicas, las menores densidades poblacionales globales y el crecimiento de la movilidad de personas a través de autos particulares, entre otros fenómenos no menos trascendentes.
La transición mencionada es de carácter pluridimensional y sistémico. Es decir que no se refiere sólo o principalmente a aspectos físicos, sino que los mismos resultan fuertemente articulados a aquellos otros relativos a fenómenos sociales, económicos, funcionales, institucionales y ambientales. Y que no puede ser valorada sino a niveles muy críticos, dadas las consecuencias prevalentemente negativas con las que resulta asociada, que son, además, de carácter incremental.
Nuestro país ha venido transitando, lamentablemente, el tipo de transición mencionada. Todas las aglomeraciones, aunque particularmente las mayores, y principalmente Buenos Aires, donde habita la tercera parte de la población nacional, constituyen testimonios evidentes del pésimo desempeño de sus responsables políticos: gobiernos nacional, provinciales y locales no sólo inarticulados, sino mutuamente competitivos; profundización de las asimetrías sociales; ineficacias e ineficiencias crecientes en términos de la movilidad de personas y cargas; crisis ambiental rampante. Y más…
En estos tiempos de coronavirus, esa enigmática plaga que afecta en escala planetaria tanto a primeros ministros como a habitantes de barrios precarios, que resulta prevalentemente asintomática, y que no necesariamente aporta inmunidad posterior a quienes la padecieron -con lo que puede devenir permanente-, resulta innegable que afecta más a los más desprotegidos.
Se ha venido centrando la explicación de la difusión del virus en el factor relativo a las altas densidades urbanas, sosteniendo que resulta menester desconcentrar tales lugares, propiciando así, aunque fuese a nivel implícito, la profundización de las condiciones de urbanización difusa. Muy por el contrario, estoy inclinado a considerar que lo que hay que superar son los hábitats degradados en los que se concentran los niveles de hacinamiento edilicio, las carencias sanitarias obscenas y los déficits de nutrición, en el marco de dolencias cronificadas que tienden a incentivar y contagiar las enfermedades de transmisión interpersonal.
Luis Ainstein es Profesor de Planificación Urbana (UBA-UNR) Autor de “Dinámicas de urbanización regional difusa” (Eudeba, 2020)