El futuro de las ciudades, un dilema de hoy

LA NACION | OPINIÓN

Roberto Agosta
PARA LA NACION

Parafraseando al entrañable Mario Benedetti, podríamos decir que en materia de planeamiento urbano, cuando creíamos que teníamos todas las respuestas, nos cambiaron todas las preguntas.

En los últimos 40 años hemos predicado sistemáticamente las ventajas de un urbanismo que supere la segregación de hogares, comercios e industrias, y favorezca la concentración urbana (no confundir con el hacinamiento) en concordancia con las áreas centrales y los corredores de transporte masivo, con el objeto de permitir organizar ciudades más vivibles, más eficientes, menos costosas de operar y de habitar, con sistemas de transporte sustentables y áreas centrales capaces de conservar su personalidad y vitalidad.

En la década de 1980, las comunicaciones comenzaron a reemplazar a ciertos movimientos urbanos y, aunque podía observarse que se mejoraba notablemente la productividad, no se producían cambios substanciales, ni en los patrones de movilidad ni en el permanente crecimiento de los volúmenes de tránsito.

Si a estas ideas les sumamos la creciente preocupación por el uso de energías renovables, la preservación del medio ambiente y el concomitante interés por promover la caminata y el uso de la bicicleta, parecía que habíamos alcanzado casi todas las respuestas a los problemas urbanos. Solo faltaba que gestores eficaces las convirtieran en políticas públicas generalizadas aplicables que indujeran comportamientos individuales alineados con el interés general.

Aparece entonces la actual crisis sanitaria y, si bien todavía estamos lejos de superarla, a casi un año de su padecimiento, debemos reformular muchas de nuestras preguntas.

La observación de un conjunto muy variado de ciudades con diferente situación frente a la pandemia nos da algunos indicios respecto del futuro. Consistentemente, en las principales ciudades del mundo la movilidad a los lugares de empleo se ha reducido entre un 40% y un 60%, y la efectuada dentro de las áreas residenciales se ha incrementado entre un 10% y un 20%.

The Economist señala que en 2018 la cantidad de personas que trabajaban permanentemente en el hogar en EE.UU. era de apenas el 3,5% del total; mientras que en agosto, antes del recrudecimiento de la segunda ola de contagios, este número alcanzaba al 50% de los trabajadores, y apenas el 20% iban a la oficina los cinco días de la semana.

Todo parece indicar que estos cambios se van a revertir solo parcialmente cuando se difunda la vacuna. Ciudades como Nueva York o Zúrich, en las cuales los casos se han reducido substancialmente respecto del pico, no recuperaron la movilidad relacionada con los lugares de empleo. Esto es consistente con las directivas de muchas compañías globales que están reduciendo considerablemente la cantidad de puestos de trabajo físicos en sus oficinas de todo el mundo.

Evidencias no faltan. Está clara la aceleración de la decadencia del centro de las grandes ciudades por falta de actividad en los comercios y restaurantes vinculados a la actividad laboral en las oficinas. Asimismo, se reporta en varias de ellas un mayor interés de los millennials por ganar superficie de vivienda (ahora imprescindible para trabajar en casa, sobre todo si hay niños), aun a costa de vivir más lejos del centro, lo que pasa a ser un problema menor en una era de teletrabajo generalizado.

Grandes cadenas de indumentaria cierran decenas de sus locales en todo el mundo, mientras explotan las ventas online. Pareciera que las pocas tiendas físicas que quedarán oficiarán más como showrooms que como puntos de venta, lo que ya sucede con los Apple Stores y los espacios de Amazon en algunas librerías.

Es probable que todo esto hubiera sucedido de todas maneras, pero la crisis sanitaria hizo en semanas lo que hubiera llevado lustros, amplificando sus consecuencias y obligándonos a reformular nuestras preguntas. Las ciudades dispersas pueden llegar a ser menos ineficientes que antes, al requerirse menos movimientos pendulares hacia y desde el centro y facilitar la vitalidad de centros urbanos periféricos, que, adecuadamente mixturados en sus usos, seguramente pueden crear ámbitos mucho más vivibles en los cuales se recupere la escala humana y en los que la caminata pueda ser la forma natural de movilidad.

Las áreas centrales son un capítulo aparte. En muchos lugares, los microcentros ya estaban golpeados por políticas de descentralización mal enfocadas, que han contribuido a despoblar de empleos las áreas céntricas y trasladarlos a áreas artificiosamente implantadas que poseen deficientes servicios urbanos.

La prematura llegada del largo plazo nos urge a rediseñar los centros de las ciudades en áreas con mayor uso residencial basado en oficinas reconvertidas, aunque sin perder los atractivos vinculados a la cultura, el esparcimiento y el turismo.

Quedan sin embargo muchas cuestiones por resolver, como la necesidad de garantizar un sistema de comunicaciones digitales confiable para funcionar al nivel de lo que hemos confirmado que va a ser el siglo XXI, o las crecientes dificultades para financiar y hacer viables los sistemas de transporte masivo en un escenario de significativa reducción del número de pasajeros, no ya por razones sanitarias, sino por la caída estructural de la cantidad de viajes.

Profesor de las universidades de Buenos Aires (UBA), Católica Argentina (UCA) y Di Tella (UTDT)