30/06/2020 - 20:45
Clarín.com Opinión - Javier Gentilini
El inmenso reflector del Coronavirus dejó a la luz varios de los déficits estructurales que la Argentina arrastra desde hace décadas. Uno de los que quedó en evidencia es el de las villas, mal llamadas barrios populares. Eufemismo que fue cayendo frente a la sucesión de imágenes y testimonios del ambiente de insalubridad que las insume y, por ende, de todo lo que contradice las exigencias de distanciamiento social, “quedate en casa” e higiene a rajatabla.
Alta densidad poblacional, hacinamiento en pequeñas superficies, viviendas multigeneracionales, irregularidad constructiva, agua potable escasa, desagüe cloacal y pluvial insuficiente, maraña de pasillos súper estrechos, escasa ventilación, humedad endémica, etc.
Todos aspectos archi conocidos por especialistas y decisores institucionales en la materia; pero despreciados a la hora de definir el tipo de urbanización que siempre ha sido el más minimalista que se pudo, amparado en excusas presupuestarias, estrategias de intervención parcial y el equívoco de la adecuación a “tradicionales” formas de vida.
Seguidamente se propone hablar de barrios en vez de villas, que es lo que siguen siendo, para vestir simbólicamente lo que no se quiso resolver materialmente. Y ahora, con pánico a una multiplicación exponencial de los casos, no quedó otra que correr con el operativo DetectAR, llevar agua en camiones, repartir más raciones de comida y hasta lavandina, que tampoco terminan alcanzando.
Para colmo de males, se suman otras facetas del consabido déficit habitacional metropolitano; los hoteles “familiares”, pensiones, inquilinatos y conventillos, también densificados y ambientalmente nocivos. Paradas obligadas del testeo en la ruta de la vulnerabilidad de CABA, por ejemplo; que estadísticamente vienen a aumentar los positivos en las comunas donde se concentran y suman a que la curva se debería más a la circulación social, con o sin “runners”, que a la existencia de lugares y entornos que favorecen el contagio.
Más allá de las cifras y sus manejos comparativos, queda claro que el principal problema ante esta pandemia, o cualquier otra que pudiera sobrevenir, es la congestión de personas. Crucial para el transporte público, que a futuro habrá que multiplicar por dos o tres; también para las villas, que tendremos que urbanizar sí o sí. Completa y formalmente, con sus edificios o casas según el código de edificación, más las calles y la infraestructura de servicios que corresponden.
En tal sentido, el programa “Argentina Construye” anunciado por el Presidente puede ser un buen dato, pero nunca un plan completo. Primero, porque los créditos para refacción y autoconstrucción no deben computarse para urbanizar en serio; y segundo, porque las 5 mil viviendas proyectadas no bastan ni para una sola villa grande del AMBA. Mucho menos si atendemos la escala de lo que se trata: más de 4 millones de personas en todo el país, repartidas en más de 4 mil villas y asentamientos.
A razón de 4 o 5 personas promedio por cada vivienda, hacen falta cerca de un millón de unidades nuevas. Desde ya que es un fenomenal gasto público, a compartir entre la Nación y los distritos involucrados; pero también una gran palanca para lo maltrecha que quedará nuestra economía, con fuerte capitalización para grandes constructoras, pymes y cooperativas locales de vivienda, más todos los empleos y salarios comprendidos.
¿Se estarán sacando bien las cuentas de la salud, lo social y lo económico? Lo sabremos una vez superada la tragedia del Covid19.
Javier Gentilini es politólogo. Ex presidente de la Comisión de Vivienda de la Legislatura porteña.