Marcelo Corti. 29/09/2022. Clarín
La mirada de un arquitecto y urbanista tras la enmienda votada por la Legislatura que pone en riesgo a la City porteña.
El Código Urbanístico de Buenos Aires es el resultado de un proceso que desde la recuperación democrática puso en cuestión la anterior normativa, el Código de Planeamiento Urbano sancionado en 1977 -en plena dictadura- y modificado por decenas de ordenanzas y leyes posteriores.
Ese código postulaba una renovación estructural de la ciudad, que alentaba el remplazo del tradicional tejido urbano de edificios entre medianeras por otro de edificios en altura y de perímetro libre; el modelo de ciudad resultante era el de torres de gran altura separadas entre sí. Más allá de su intención de mejorar las condiciones de iluminación y ventilación de los edificios, ese modelo generó una gran destrucción del paisaje y la calidad urbana en muchas zonas de la ciudad. Por ejemplo: la vista de la Catedral desde la Plaza de Mayo (la Catedral al Norte de la modificación que hoy se cuestiona) resulta muy perjudicada por dos torres de oficinas que se dispusieron descuidadamente en su vecindad.
Este modelo fue muy cuestionado por profesionales, colectivos e instituciones de la disciplina arquitectónica. Durante años se postuló la necesidad de un “código morfológico”, una normativa que atendiera a la preservación de las condiciones tradicionales en los barrios: alineamiento de las alturas y los planos de edificación, homogeneidad en la estética resultante. Las calles de altura uniforme de ciudades europeas como Berlín, Milán o Barcelona eran la imagen que surgía de las propuestas.
Con la autonomía de la ciudad, en 1996, la Constitución porteña estableció la necesidad de un Plan Urbano Ambiental y de un Código Urbanístico. Ambos tardaron en concretarse: el Plan se aprobó recién en 2008 y se necesitaron 10 años más para la sanción del código. Lamentablemente, los contrapuntos de intereses económicos y políticos que caracterizaron ese proceso derivaron en un texto desprolijo.
El código parece apuntar al aprovechamiento inmobiliario de las parcelas vecinas a algún edificio en altura que habilite su réplica, más que a la generación de un espacio público y un paisaje urbano de calidad.
Nadie sabe exactamente qué superficie podría edificarse en Buenos Aires si se aplicara en su totalidad. Y la mayoría de los grandes predios que superan la escala de una parcela común están sujetos a la negociación de convenios urbanísticos que en muchos casos carecen de los estudios y la transparencia necesaria.
El caso de Catedral al Norte y su “fe de erratas” se enmarca en esta deficiencia estructural del Código Urbanístico e indica la necesidad de ponerlo en debate, con la participación ciudadana necesaria para definir cómo se desarrollará la ciudad.
LC