LA NACION | OPINIÓN | CORONAVIRUS
por Clara Muzzio
Ministra de Espacio Público e Higiene Urbana de la ciudad de Buenos Aires
En planificación urbana se llama placemaking a la facultad de intervenir un espacio público prestando especial atención a la idiosincrasia y el impulso de sus habitantes. En criollo: permitir que los vecinos hagan suyo su barrio.
La ciudad es nuestra afirmación más colectiva, la más sólida certeza de nuestra rutina diaria. Como sostenía Jane Jacobs, la "madrina de las ciudades", intelectual a la que debemos la concepción del urbanismo moderno: son el encuentro, el disfrute y la vida al aire libre los requisitos cardinales de la humanización de cualquier metrópolis.
Pero entonces llegó un virus que no se ve, que no se sabe dónde está y que se elimina con agua y jabón, y cambiaron todas las respuestas que históricamente traíamos estudiadas . El mundo se puso al revés, la calle se vació, se acabaron los encuentros. Una pandemia nos separó, alteró las unidades de medida y nos obligó a suscribir un nuevo contrato social relacionado con la distancia, que bien se grafica con la vuelta al balcón y al metro cuadrado. En el escenario habitual, lo que cambió es la actitud. De golpe, hasta el banco de una plaza, nuestro patio común, se convirtió en una amenaza. En medio de todo esto, Buenos Aires retraída, casi en pausa, pero aún hermosa.
Los últimos 10 años fui parte de la creación de entornos que significaron un gran cambio -Tribunales Peatonal, Microcentro Peatonal y Barrio Chino-, se ampliaron las áreas caminables, se nivelaron aceras con calzadas, se desarrollaron formas de movilidad sustentable, se sumaron espacios verdes que invitan al disfrute, se mejoraron los índices ambientales y disminuyó el ruido. Examinando el camino que nos llevó a ser una de las urbes más modernas y resilientes de la región en este momento impensado descubro, como muchos urbanistas a lo largo del planeta, que la pandemia se volvió, además, una vara capaz de medir qué tan acertadas fueron las estrategias y decisiones que tomamos en los últimos años, lo que nos obliga a recalcular el calibre de nuestro espacio público después del coronavirus.
Buenos Aires se volvió maleable, flexible y adaptable a distintas necesidades. Lo vimos ante la inminencia de la crisis, cuando montamos en tiempo récord unidades febriles móviles alrededor de veinte hospitales públicos para detectar casos de Covid-19 . Y lo estamos viendo también, desde hace unos días, cuando comenzaron a reabrir los negocios en los principales ejes comerciales y regresaron las ferias de abastecimiento barrial. En todas estas áreas pudimos ampliar las veredas restándoles superficie a las calzadas, ganamos áreas peatonales para ordenar las filas de las compras, demarcamos el pavimento para garantizar el distanciamiento social, pusimos los puestos de las ferias sobre la calle y diseñamos un protocolo de ingreso y egreso, aun al aire libre.
El coronavirus está cambiando los rituales más simples de la vida en comunidad. Pero, además, nos plantea desafíos y oportunidades a la hora de repensar el pulso urbano, que podrían incluir intervenciones en espacios más acotados, creación de pequeñas centralidades, mayor espíritu en los barrios y, especialmente, un redoble en la apuesta por hacerlos más humanos.
En este momento especial que quizás ocupe un paréntesis de la historia de la humanidad, si hay algo que quedó demostrado es que muchos de nuestros hábitos encontraron su lugar en la virtualidad. Reuniones, clases, consultas médicas, obras de teatro y cumpleaños, todo sucede a través de la pantalla. Pero creo que a todos -seres gregarios, complejos, caóticos, comprometidos y solidarios- una idea nos abraza por igual. A pesar de la incertidumbre, hay algo que nunca va a cambiar: las infinitas ganas del encuentro y, ojalá pronto, del abrazo.