¿Y si la toma de tierras fuera libertaria?

Es difícil criticar la ocupación de terrenos desde el anarcocapitalismo. Esta contradicción sirve de invitación a un debate sobre el uso del suelo. Cenital

1 de agosto de 2025

A simple vista, suena como una contradicción: ¿cómo justificar una toma de tierras desde una ética libertaria? Sin embargo, al analizar la historia y los principios filosóficos, surge un argumento incómodo: bajo ciertas perspectivas –como la liberal clásica de John Locke, o las libertarias de Robert Nozick o Murray Rothbard–, muchas tomas de tierras consideradas ilegales podrían tener mayor legitimidad moral que varias propiedades “formales”.

Según esta tradición, la única forma legítima de adquirir propiedad es mediante ocupación original no violenta y transformación del suelo (el llamado homesteading) o bien por medio de intercambios voluntarios. Todo derecho de propiedad debe, entonces, poder rastrearse hacia un origen justo. No basta con un título: es necesario que su cadena de transferencias sea legítima desde el inicio.

Allí comienza el problema. En Argentina, buena parte de las tierras no fueron adquiridas pacíficamente, sino que fueron tomadas por el Estado a través de la violencia, para luego ser repartidas entre aliados políticos, militares y sectores privilegiados.

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La primera fundación de Buenos Aires, encabezada por Pedro de Mendoza en 1536, fracasó por la resistencia de los pueblos originarios. Los querandíes repelieron el asentamiento español con una ofensiva sostenida que terminó por obligar a los colonos a replegarse. Recién en 1580, con la llamada “segunda fundación” de Juan de Garay, se logró una ocupación estable, aunque sostenida en la violencia y el despojo. Desde su inicio, entonces, el Estado (primero colonial y luego nacional) tomó la tierra por la fuerza, en nombre de la civilización.

La Ley 1628 de 1885, conocida como “Ley de Premios”, es paradigmática: otorgó 15 mil hectáreas al general Julio Roca y a los herederos de Adolfo Alsina, mientras los soldados rasos recibieron entre 100 y 200 hectáreas. En sus relatos, oficiales como el comandante Prado o el coronel Olascoaga describen con naturalidad cómo las campañas militares consistían en malones invertidos: invasiones planificadas para arrasar tolderías, apropiarse de ganado, destruir campamentos y dispersar pueblos originarios. Esa fue la base material del derecho de propiedad en gran parte del país.

¿Cómo se conjuga eso con la ética libertaria? No lo hace. Si el origen es violento, la propiedad es ilegítima. Es una conclusión inevitable. Los pueblos originarios, aunque con conflictos entre ellos, ocupaban y trabajaban la tierra antes de la llegada de los colonos, por lo que podrían reclamar un derecho de propiedad más legítimo bajo el principio del homesteading, ya que su ocupación era previa y, en muchos casos, productiva.

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Nos enfrentamos, entonces, a un dilema fundamental que plantea dos posibles posturas sobre la legitimidad de la propiedad territorial en Argentina, dada su compleja historia de apropiación.

Primera opción: rechazo de la legitimidad estatal sobre la tierra

Desde la perspectiva anarco-capitalista, inspirada en Murray Rothbard, el Estado no ocupó legítimamente las tierras que administra, pues su apropiación fue violenta y arbitraria. Por ende, su titularidad carece de legitimidad moral. En este marco, la ocupación directa de terrenos estatales abandonados o no productivos, siempre que sea pacífica y destinada a un uso productivo (como construir una vivienda o cultivar la tierra), puede considerarse una forma válida de homesteading.

Es decir, tomar un terreno ocioso para satisfacer necesidades básicas no sería un robo, sino una reivindicación justa del derecho natural de propiedad. No cualquier ocupación califica: solo aquellas que impliquen un uso activo y no violento, alineado con el principio libertario de transformar la tierra mediante el trabajo, serían legítimas. Así, una familia sin techo que ocupa un terreno baldío para construir su hogar estaría más cerca del espíritu del homesteading que muchos propietarios legales cuyos títulos derivan de un despojo histórico.

Segunda opción: Aceptación de la legitimidad estatal histórica y sus consecuencias

Por otro lado, se puede aceptar que el Estado, pese a su origen violento, estableció un régimen jurídico que le otorgó legitimidad para apropiarse y repartir tierras, especialmente a partir de la consolidación nacional en el siglo XIX. Si se asume esta legitimidad histórica, entonces el Estado posee la potestad legal y moral para reconocer como propietarios legítimos a quienes efectivamente ocupan y utilizan esas tierras. En este sentido, la regularización de la ocupación informal no sólo es posible, sino necesaria. De hecho, si el Estado tuvo la autoridad para repartir tierras en el pasado, como lo hizo mediante la Ley 1628 o posteriores políticas agrarias, esa misma autoridad le faculta para redistribuir o expropiar tierras actualmente ocupadas, regularizarlas o intervenir para resolver los conflictos derivados de la informalidad.

Si se sostiene que fue justo que Roca recibiera 15 mil hectáreas por su rol en la Campaña del Desierto, entonces se está reconociendo que el Estado posee la potestad soberana de disponer del suelo público. Pero también se está avalando, de forma implícita, que la apropiación violenta del territorio, como ocurrió durante la expansión estatal sobre tierras habitadas por pueblos originarios, puede dar origen a derechos de propiedad legítimos.

Esta constatación plantea una pregunta incómoda: si la apropiación basada en la fuerza fue históricamente legitimada y luego consolidada mediante títulos legales, ¿por qué se condena hoy la ocupación pacífica de tierras fiscales por parte de familias que no cuentan con una alternativa habitacional? Si el Estado distribuyó tierras en el pasado a militares, colonos o empresas, y si aún conserva esa facultad, resulta difícil justificar la negativa a aplicar el mismo criterio cuando las necesidades actuales tienen un fundamento social igualmente apremiante.

Cuando una familia sin techo hoy ocupa un terreno ocioso, baldío, improductivo, sin desplazar a nadie, ¿no estaría acaso más cerca del espíritu original del homesteading que muchos propietarios legales? Si la tierra fue adquirida sin consentimiento, a través del despojo ¿no es más justo devolverla a quien la necesita y está dispuesto a habitarla y trabajarla? Este razonamiento no ignora la complejidad del problema ni niega la necesidad de políticas públicas serias para el acceso al hábitat. Pero interpela directamente la idea de legitimidad, algo que no siempre coincide con la legalidad.

Detrás de cada título de propiedad debería haber, idealmente, una historia de justicia. En Argentina, demasiadas veces hay una historia de conquista. Reconocerlo no es una invitación al caos, sino al debate.

La tercera vía

Más allá de las posturas libertarias anarco-capitalistas y la posición estatal tradicional, existe una tercera alternativa desde el liberalismo de izquierda, representada por pensadores como Henry George o Karl Widerquist. Esta visión rechaza de plano la idea de que el homesteading, la ocupación y transformación individual, sea la forma legítima y exclusiva de apropiación originaria de la tierra.

Para esta corriente, la tierra no puede ser propiedad privada exclusiva de nadie, sino que pertenece a todos por igual. Nadie posee un derecho soberano absoluto que excluya a los demás.

Imaginemos, por ejemplo, a una persona que nace huérfana, sin ningún tipo de apoyo social o caridad en un sistema anarcocapitalista o libertario estricto. Si toda la tierra está ya asignada a propietarios privados, esa persona se encontraría sin acceso a ningún recurso fundamental para su subsistencia, sin derecho a un lugar donde vivir o trabajar. En este escenario, esa persona estaría, en los hechos, en situación de servidumbre o esclavitud, ya que para poder situarse físicamente debería pagar renta al dueño de la tierra, quien podría apropiarse incluso del total de sus ingresos. No tendría garantizados derechos básicos como el acceso a la educación o a la vivienda digna, lo que reproduce un sistema de opresión estructural. Solo dependería de la buena voluntad y la caridad de los demás, pero eso no garantiza un sistema justo, sino la legitimación del poder de unos sobre otros.

Esta crítica se apoya en tres argumentos clave:

  1. La tesis libertaria de la apropiación original basada exclusivamente en el trabajo es insuficiente y errónea para justificar la propiedad privada absoluta de la tierra.
  2. La tierra es un bien finito y escaso, condición que la diferencia radicalmente de otros bienes, lo que exige un tratamiento especial en términos de propiedad.
  3. La tierra es el soporte material imprescindible para la vida humana: no podemos vivir ni existir fuera de un espacio físico que necesariamente compartimos.

¿Cómo se puede articular un sistema económico funcional en el que todos sean copropietarios de la tierra? No es necesario asignar a cada persona una parcela individual para que la trabaje, pues experiencias históricas en países como China y Tailandia demostraron que ese enfoque resulta ineficiente y suele fracasar. Por ello mismo sus reformas en los años noventa con el Găigé kāifàng chino y el Đổi mới tailandés pasaron de gestión comunitaria a subastar los derechos de uso y la mayoría de los derechos de propiedad por períodos limitados, usualmente entre 30 y 50 años, política similar a la Ley de Enfiteusis de Bernardino Rivadavia, que entregaba la tierra en enfiteusis o concesión a una tasa de interés determinada.

Una posible solución

Sin embargo, esta no es la propuesta que planteo. Mi enfoque se basa en la teoría de la renta del suelo de Henry George y en Widerquist, complementada con una renta básica universal (UBI). La lógica parte del libertarianismo y el liberalismo también. Bajo el libertarianismo cada uno es dueño de su cuerpo y su trabajo. De todas maneras, como vimos más arriba, si al nacer todos ya son dueños del suelo me veo sometido a la esclavitud, un eterno intruso a la voluntad de los demás. Difícilmente pueda el libertarianismo justificar esa posición.

Esta situación convierte al recién nacido sin propiedad en un eterno intruso, excluido del acceso a la tierra por el simple hecho de haber llegado después. En ese contexto, la propiedad privada sobre el suelo no puede considerarse legítima si no se acompaña de un mecanismo compensatorio que garantice igualdad de acceso a los frutos de la tierra para todos.

Por eso, retomo la propuesta de Henry George: si el suelo es privatizado, la renta que genera debe ser socializada. Y sigo a Widerquist en su planteo de que esa renta, derivada del uso exclusivo de recursos que antes eran comunes, debe traducirse en una renta básica universal que garantice libertad real, no solo formal. Debería verse como una compensación de quienes tienen propiedad del suelo y no un subsidio o un plan, porque, como establecimos anteriormente, la tierra nos corresponde a todos. A diferencia de los bienes producidos, la tierra no es el resultado del trabajo humano: es un recurso natural, preexistente, finito y no reproducible. Nadie la creó, y por eso nadie puede reclamar una propiedad absoluta sin afectar la libertad de los demás.

Esto iría en conjunto con la baja de impuestos a la producción, como ingresos brutos y las retenciones agrarias, fomentando el desarrollo económico y no perjudicando a quien produce. Así, aquellos que usan la tierra de manera más productiva pueden conservar derechos amplios sobre ella, como poseerla, usarla, transferirla y administrarla, pero deben compensar a la sociedad por la exclusividad de ese uso. De esta manera, se articula un sistema económico que reconoce la propiedad colectiva del recurso natural finito, fomenta un uso eficiente y equitativo de la tierra, y provee una redistribución justa de sus beneficios a toda la población.

En relación con la toma de tierras, bajo este esquema todos los ocupantes, incluyendo quienes actualmente habitan parcelas de manera informal, deberían pagar por el uso de la tierra que ocupan, al igual que cualquier otro usuario.

De este modo, la ocupación informal también puede ser considerada legítima, siempre y cuando se reconozca y cumpla con esta obligación de compensación social. Así, se garantiza que todas las personas tengan acceso a un pedazo de tierra sobre el cual construir su vivienda y desarrollar su vida, en condiciones de justicia y equidad.